Por
  • Andrés García Inda

San Jorge y el dragón

Opinión
'San Jorge y el dragón'
POL

Aunque al parecer san Jorge fue un soldado romano del siglo III que murió mártir por negarse a abjurar de su fe, fue durante la Edad Media cuando se fraguó la leyenda de su batalla contra el dragón, al que derrotó liberando así a los habitantes del lugar a los que tenía sojuzgados. 

¿Qué ocurrió después? Hay quienes imaginan que, envalentonado por el éxito de su actuación, el soldado decidió seguir buscando nuevas aventuras y monstruos a los que abatir, dedicándose profesionalmente a ello al modo de un activista medieval, aunque los dragones fueran cada vez más pequeños y más difíciles de conseguir. Es lo que el político Kenneth Minogue llamaba en ‘La mente liberal’ el síndrome del san Jorge jubilado, y que Douglas Murray recoge en ‘La masa enfurecida’ como un símbolo de la dinámica, bastante extendida en la vida pública, consistente en buscar nuevas barricadas para perpetuar o reeditar la experiencia de la revolución cuando esta ya ha terminado. Como me dijo en cierta ocasión un buen maestro de la política, en esto, como en todo, lo más difícil no es llegar, sino retirarse a tiempo. Y en el fondo, como dice Robert Redeker, ese es el problema del héroe: "Se es un héroe en el momento del acto y luego, si por mala fortuna no muere, vuelve a ser un humano como los demás, prisionero de la banalidad. En realidad, es imposible sobrevivir al heroísmo". A lo largo del tiempo uno no puede ser un héroe, añade Redeker, solo puede ser un santo. Pero la santidad hoy día es algo ‘demodé’.

En la política posmoderna tiene una influencia relevante el ‘síndrome del san Jorge
jubilado’, el político que dedica más tiempo a denunciar dragones inexistentes que a
resolver los problemas reales

En cualquier caso, lo que ese pretendido síndrome vendría a señalar no es la ausencia de dragones que combatir o de problemas que solucionar –que siempre van a existir, aunque no sean los mismos– sino el hecho de que sean estos los que se conviertan en el combustible con el que alimentar la vanidad y el narcisismo del héroe político posmoderno. En cierto modo, tal es la dinámica de la política en nuestro tiempo que, en lugar de atender o solucionar los problemas, necesita de estos para justificar su existencia. Y es por eso por lo que, para asegurarse el éxito en su tarea, el activista o el político contemporáneo suele dedicar más tiempo a buscar y denunciar dragones ideales que a resolver los pequeños o grandes problemas reales.

Podríamos decir que son dos las estrategias que se siguen para ello. La primera consiste en dedicarse a lo imposible, reivindicándolo con palabras grandilocuentes y vacuas, para escamotear la incompetencia o la incapacidad para enfrentarse a las tareas ordinarias. Ya decía Eric Hoffer en ‘El verdadero creyente’ que "los que fracasan en los asuntos cotidianos muestran cierta tendencia a pretender lo imposible. Es un truco para disfrazar sus defectos. Porque cuando fracasamos al intentar lo posible la culpa es solo nuestra; pero cuando fracasamos al intentar lo imposible, estamos justificados al atribuirlo a la magnitud de la tarea. Existe menos riesgo en ser desacreditados cuando intentamos lo imposible que cuando intentamos lo posible. Por eso el fracaso en asuntos cotidianos engendra con frecuencia una temeridad extraordinaria". La segunda estrategia consiste en inventarnos problemas inexistentes o proponer viejas soluciones renombrándolas y presentándolas como novedosas, luchando así por cambiar lo que ya está cambiado y convenciendo a los demás de que estamos haciendo lo que nunca nadie había hecho (que es lo de siempre). Paradójicamente –o no– resulta más rentable enfrentarse al ‘sistema’ y especular con grandes desafíos estructurales que asumir el reto de gestionar y resolver los problemas concretos de la gente. Porque en estos casos hay muchos intereses legítimos en conflicto, las soluciones nunca son unívocas, las decisiones que hay que tomar son a menudo impopulares y además exigen mirar más allá de lo inmediato.

Distinguir los molinos de los gigantes no siempre es fácil

Pero, en el fondo, la dificultad más importante a la que nos enfrentamos es la de distinguir entre los molinos reales y los gigantes imaginarios, o entre los verdaderos dragones y los que inventamos para justificar nuestra existencia como caballeros andantes. La línea que separa la realidad del deseo es más fina de lo que pensamos, y a veces las peores bestias no son las que nos amenazan desde fuera sino las que proyectamos desde dentro, como le ocurría a don Quijote o a un supuesto san Jorge narcisista y vanidoso, incapaz de retirarse a tiempo. Y es a esos dragones interiores a los que deberíamos prestar más atención y cuidado, en lugar de seguir dando desesperada e inútilmente mandobles al vacío.

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