Por
  • José Tudela Aranda

Por ejemplo, el TC

La sede del Tribunal Constitucional, situada en Madrid.
'Por ejemplo, el TC'
Ángel Navarrete/vocento

El deterioro institucional en España es profundo. 

Hay quienes lo niegan o lo matizan diciendo que en nuestro país no sucede nada que no pase en cualesquiera de las democracias que nos rodean y aludiendo a nuestra condición de democracia consolidada. Ello es cierto, como respaldan los más prestigiosos índices internacionales. Pero no es menos cierto que esa posición, como muestran esos mismos índices, se deteriora de año en año. Se deteriora porque la mayoría de los partidos y de los dirigentes no respetan las exigencias mínimas del orden institucional. Frente a quienes niegan o minusvaloran la crisis, es imprescindible advertir sobre la gravedad de una deriva con raíces antiguas.

Se pueden identificar numerosas instituciones para ilustrar esta situación. En realidad, casi todas. Hágase un repaso sucinto. Corona, Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas, Congreso de los Diputados, Senado... sobre todas ellas se ciernen sombras más o menos relevantes. Dejando al margen el singular caso de la Corona, detrás de la crisis de todas estas instituciones se encuentra una razón fundamental. La obsesión de los partidos por controlarlas. Y controlarlas significa que cumplir su función constitucional pasa a ser razón secundaria de su existencia. Lo relevante es que colaboren con los objetivos de los partidos o, al menos, que no interfieran. El debate de los últimos meses sobre el CGPJ o el deprimente papel desempeñado por el Congreso de los Diputados durante la pandemia ejemplifican a la perfección esta deriva. Los papeles se invierten. Las instituciones que deben servir a la limitación del poder de los partidos aceptan sus designios y facilitan la expansión casi incontenible de su ambición.

La democracia es control del poder

El Tribunal Constitucional (TC) desempeña un papel tan relevante como extraño en este esquema. Creo que no es exagerado decir que su importancia está a la par sino por encima de cualquiera. Desde hace años, su situación es preocupante. Su prestigio y funcionalidad sufren una erosión paulatina que a nadie parece importar demasiado. Si sucede, es en virtud de un pronunciamiento determinado. Por lo demás, situaciones profundamente anómalas son asimiladas con naturalidad. Así, se aceptan retrasos de más de diez años en el enjuiciamiento de materias tan relevantes como el aborto o que a día de hoy no dispongamos de un marco claro para delimitar jurídicamente las consecuencias de un estado de alarma. Los españoles vamos a vivir casi un año en situación de excepcionalidad jurídica y el TC no ha estimado necesario dar una respuesta rápida a recursos planteados sobre esta circunstancia que bien podrían haber delimitado con mayor seguridad jurídica los derechos de los ciudadanos y los poderes de los gobernantes. Por otra parte, los retrasos en el nombramiento de sus magistrados son tan frecuentes como en relación con el CGPJ pero parecen interesar menos. La labor del TC ha sido y sigue siendo esencial para la democracia española. Por supuesto, como el resto de las instituciones citadas, sigue desempeñando correctamente la gran mayoría de sus funciones. Pero cuando su funcionamiento se acerca a la fibra sensible del poder, demuestra fallos que, inevitablemente, se vinculan con la forma de selección de sus miembros. Como en relación con el CGPJ y otras instituciones de designación por los partidos, urge acabar con las prácticas existentes. Es preciso recuperar todo su prestigio. Es preciso asegurar un TC que los ciudadanos perciban libre de las batallas de partido y respaldado sin más por el prestigio de sus magistrados. La necesaria y, en teoría, próxima renovación del Tribunal debería ser la ocasión para enfrentar esta tarea.

Si el control se debilita más allá
de unos límites, la democracia pierde su esencia

El acuerdo sobre el proceder para la renovación de los órganos de relevancia constitucional debería extenderse a la forma de elección de otras instituciones. Y, sobre todo, debiera asumirse como un reto para construir una nueva cultura política más respetuosa con las reglas de la división de poderes. Los partidos tienen que renunciar a su vocación de control omnisciente. Aceptar que cada institución desempeña su rol y que el conjunto de las dinámicas del sistema es un juego de poderes y contrapoderes en los que el control es esencial, no es optativo. La democracia es control del poder. Si el control se debilita más allá de unos límites, la democracia pierde su esencia.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión