Por
  • Andrés García Inda

Deconstrucción

Opinión
'Deconstrucción'
Heraldo

Hace apenas cuatro meses, el 30 de noviembre de 2020, en un desayuno informativo organizado por Europa Press, el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, afirmó que su departamento estaba trabajando para reforzar la obligación de los poderes públicos de obedecer las decisiones del Tribunal Constitucional (TC). 

Según dijo entonces esa es una de las carencias que necesitan nuevas medidas: "Le dimos unos cometidos al Tribunal Constitucional, pero no hemos establecido qué castigos se deben imponer a los que incumplen". Las declaraciones del ministro se hacían en el contexto del debate sobre la reforma del Código Penal, por lo que es razonable pensar que se estaba refiriendo a la posible modificación de su artículo 410, para incluir expresamente la figura de desobediencia al Tribunal Constitucional, hoy inexistente.

No sabemos si, en ese sentido, el propósito del ministro era ‘trasladar’ al Código Penal las sanciones que, sin embargo, ya prevé el artículo 92 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, desde su modificación en octubre de 2015. Según ese artículo, el TC puede, entre otras medidas, "imponer multas de 3.000 a 30.000 euros a las autoridades, empleados públicos o particulares que incumplieren las resoluciones del Tribunal, pudiendo reiterar la multa hasta el cumplimiento íntegro de lo mandado", o "acordar la suspensión en sus funciones de las autoridades o empleados públicos de la Administración responsable del incumplimiento, durante el tiempo preciso para asegurar la observancia de los pronunciamientos del Tribunal". Aunque fuera insuficiente, dicha herramienta trataba de dar mayor efectividad a las resoluciones del TC en un contexto en el que últimamente viene popularizándose la tendencia de buena parte de la clase política a presumir pública y arrogantemente de su insubordinación al Derecho y, más concretamente, a las resoluciones de los tribunales de justicia y del propio TC. Como se sabe, la primera vez que el TC aplicó el art. 92 de la LOTC en esos términos fue en septiembre de 2017, en el marco del ‘procés’; pero no tendría por qué ser la única.

Las condiciones excepcionales que ha traído la pandemia han servido para acelerar el proceso de ‘deconstrucción’ del Estado de derecho
en el que se han embarcado, desde hace años, algunos de quienes deberían defender sus principios y procedimientos

Sin embargo, hace muy pocos días hemos sabido que el PSOE apoyaba la admisión a trámite parlamentario de una proposición del PNV que propone reducir significativamente esas multas (pasarían a ser de 600 a 3.000 euros) y eliminar la posible medida de suspensión de los cargos públicos que desobedezcan al Tribunal Constitucional. ¿En qué quedará entonces aquella lejana propuesta del ministro (¡de hace solo cuatro meses!) para reforzar la efectividad de las decisiones del TC? Todo parece apuntar, por el contrario, que de lo que se trata es de reducir la eficacia del propio Tribunal, cuyo desprestigio, dicho sea de paso, también es mérito que comparten sus propios magistrados, incapaces de tomar decisiones en un plazo razonable en asuntos de extraordinaria importancia, como ha sido la declaración del estado de alarma.

Desde que se aprobó la Constitución de 1978, en las facultades de Derecho hemos venido insistiendo en que la Constitución no era un texto decorativo o meramente programático, sino una norma jurídica exigible, y que eso es lo que daba sentido a los derechos que en ella se recogen, y entre ellos muy especialmente los dirigidos a proteger a los ciudadanos frente a la tiranía y las arbitrariedades del poder, incluso cuando las decisiones del mismo vengan auspiciadas por la voluntad de la mayoría. En los últimos años, sin embargo, asistimos a una constante e imparable tarea de demolición de esas barreras formales y materiales a las que llamábamos, felizmente, Estado de derecho. Las condiciones excepcionales ‘impuestas’ por la pandemia no han hecho sino acelerar ese proceso –del que la patada en la puerta, el cese o la detención arbitraria son tan solo pequeños coletazos, para algunos, al parecer, sin importancia– dotándole de nuevas vías de justificación. Y como en otras ocasiones a lo largo de la historia, el derribo controlado del edificio viene dirigido por los propios especialistas y técnicos a los que previamente habíamos confiado su defensa, con el aval de los nuevos clérigos e intelectuales y el aplauso de la muchedumbre, que repetimos acríticamente los viejos mantras ideológicos de la nueva cultura de la ‘deconstrucción’, convencidos de que esta vez será –esta vez sí, a diferencia de las anteriores, porque son los nuestros, porque es por nuestro bien, porque si no tienes nada que ocultar no pasa nada, porque etcétera, etcétera– la solución a todos los problemas.

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