Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

La increíble ministra Celaá

Opinión
'La increíble ministra Celáa'
POL

El pasado 26 de marzo el Ministerio de Educación ha presentado, a través de la red, las líneas básicas del desarrollo de su ley de educación. No ha tenido mucho eco. Al ciudadano la educación le interesa intermitentemente y se acoquina ante la jerga pedagógica.

No es momento de hacer un análisis del contenido. Mi propósito hoy es utilizar indicadores que permitan prever sus posibilidades de éxito.

La propuesta de líneas básicas para el desarrollo de la Ley de Educación que ha
hecho pública la ministra Isabel Celaá no resulta creíble

Para valorar la viabilidad de la misión a Marte, por una parte se atiende a la sonda ‘Perseverance’, por otra al medio marciano en que tendrá que actuar.

El proyecto formativo que se presenta y la estructura educativa a la que se dirige no son compatibles. La discordancia entre el discurso verbal que se utiliza en la presentación y las realidades institucionales en las que tendrá que aplicarse parece insalvable. Selecciono algunas muestras de la incoherencia:

1.- Se habla en términos de ‘continuo educativo’ (que se extiende ‘a lo largo de toda la vida’) pero se actúa segmentando. En un diseño global de la educación como proceso sin cortes deben estar los ministros de Universidades y de Ciencia. El documento destaca un concepto principal –‘perfiles de salida’– que supone una visión fragmentada de la educación, porque se aborda sólo el tramo educativo que termina en bachillerato o grado de formación profesional. Más allá, no interesa. La salida de la que habla, ¿no es con frecuencia la entrada en el sistema universitario? ¿Qué pasará cuando un modelo de competencias entre en la densa atmósfera universitaria de asignaturas? ¿Puede diseñarse un currículo tan científico y tecnológico sin participación protagonista del ministro Duque?

2.- Se activan neologismos generadores de confusión (‘ámbitos’...). He ojeado alguna bibliografía (Touriñán, 2016); ‘ámbitos’ es un concepto interesante, pero está muy lejos de ser formulado con la precisión que requiere el lenguaje de la legislación. La experiencia muestra que el espacio de estos neologismos borrosos es ocupado por los conceptos más viejos y perfilados.

3.- Tengo mi primer contacto con la programación por competencias en 1994. Las competencias tienen un problema de evaluación que se acrecienta a medida que se extienden por más materias. Están diseñadas para un sistema basado en la confianza, en el criterio y el buen hacer de los profesores y las instituciones. Pero nuestro sistema educativo se basa en el recelo, lo que lleva a los profesores a una evaluación defensiva, porque es un sistema de sobreprotección en que se le pedirá que justifique una nota numérica, en que debe ser capaz de apreciar cien niveles (un decimal) o incluso mil (dos decimales). Yo puedo distinguir quince o veinte niveles en la realización de una competencia, pero no más. ¿Cómo se puntúa en una escala de cien algo del tipo ‘identifica y gestiona correctamente los recursos de información’? La valoración de competencias es global; si el sistema pide decimales, se fraccionan y pervierten.

4.- Si no leo mal los datos del INE, los profesores de los niveles preuniversitarios formarían la cuarta ciudad de España (724.803). Están perfectamente organizados por cohortes, alrededor de especialidades y no de ‘ámbitos’. Son compartimentos estancos y muchas veces enfrentados. Cuando en las universidades se han planteado experiencias de transversalidad, interdisciplinariedad y cooperación, han terminado generalmente en un reparto entre esas áreas de conocimiento que definen la más rígida e inatacable de las estructuras.

El proyecto formativo que se presenta y la estructura educativa a la que se dirige no son compatibles

Contaré mi caso: cuando amablemente me dejaron un rincón para una formación de tipo ‘competencias’, el ‘software’ de gestión de la organización docente impuso que fuese asignada a un área –Historia del derecho, que es mi área matriz–. Es decir: un profesor de mayor antigüedad, experto en códices medievales, hubiese podido reclamar con éxito la impartición de una asignatura dedicada a la expresión oral y escrita. No tengo motivos para pensar que el destino de esa transversalidad preuniversitaria pueda ser distinto.

Hay bastantes razones parecidas para calificar como ‘no creíble’ la propuesta que se nos comunica; la ministra que la sustenta se convierte así en ‘increíble’, pero no porque sea superheroína. Tomaré prestada (con algún cambio) la lúcida tesis de Rafael Sánchez-Ferlosio: mientras estos dioses no cambien, nada habrá cambiado.

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