Por
  • Andrés García Inda

La huella de la luz

Opinión
'La huella de la luz'
POL

Decía Juan Luis Panero que el oficio de poeta es melancólico y suicida, en su intento de atrapar el tiempo y retener "la huella de la luz en sílabas de sombra". 

El escritor zaragozano Jorge Sanz Barajas ha asumido ese riesgo en su última novela, ‘Volar alto’, de indiscutible factura poética, en la que reinventa las peripecias del pintor Ciriaco Párraga y su compañera, Palmira Tello, en la Zaragoza de posguerra; y en la que trata, por así decirlo, de pintar la pintura, o de retratar el retrato. Casi podríamos decir que Jorge Sanz no ha escrito un libro, sino un cuadro; o que ha pintado un libro: un cuadro o un libro bellísimo y lleno de guiños cómplices y ocultas amistades literarias (el campo de los almendros, las ideas que saltan… ¡hasta Labordeta se asoma en las últimas páginas!). Y lo ha hecho al estilo realista y posimpresionista del propio Párraga, con frases o pinceladas breves, cuidadas y minuciosas que tratan de hallar o franquear la luz, como quitando al poner, abriendo con las palabras y el color resquicios por los que aquella pueda salir, reproduciendo la escena exterior para iluminar el espacio interior. Porque, como dice la novela, la vida es o tiene que ser algo más que lo que aparece; en la vida "las cosas pasan por fuera, pero lo que es suceder, suceden por dentro".

Jorge Sanz Barajas ha escrito una novela de indiscutible factura poética

Pero esta tribuna no es seguramente el espacio apropiado para la crítica literaria, que además de exceder mi propósito y capacidad, ya han hecho con más autoridad especialistas como Ricardo Lladosa. Si les propongo leer y pensar este libro es porque más allá de lo puramente literario, si así puede decirse, ‘Volar alto’ cuenta una historia de ayer que nos sucede hoy; o que al hablar de otros nos habla de nosotros mismos. De las novelas distópicas se dice que su denuncia del futuro es más bien un diagnóstico de la realidad actual; o de las históricas, que su mirada al pasado es la mejor expresión de las filias y fobias del presente.

Lo interesante de ‘Volar alto’ es que su recreación estética nace de un meticuloso compromiso con la verdad, si me permiten usar esas palabras, que sonarán extemporáneas en un contexto cultural dominado por el pasatiempo, la precariedad y el simulacro. No porque lo que cuenta la novela sea toda ‘la’ verdad, sino porque al escribir cada palabra el autor procura que sea verdadera; y porque cuando se trata de buscar la belleza, la vida y la verdad cuentan; ya sea como una aspiración o como una búsqueda permanente e incansable, que nada tiene que ver con la versión oficial de los decretos o con los axiomas en conserva de las ideologías, que más que ayudarnos a profundizar en la realidad, nos sirven de anteojeras –también en el arte– para protegernos de ella y justificar y enmascarar así nuestro conformismo. La verdad no es un cálido ropaje terapéutico sino más bien una fuerza que nos desnuda ("pienso como una mujer que se quita la ropa", decía Bataille). Y en el relato de Jorge Sanz la desnudez tiene que ver con el miedo, el fracaso y el reconocimiento de que no somos quienes decíamos o queríamos ser, o que incluso nos hemos convertido en aquello que negábamos. Y que además no es culpa de los demás –tal vez de nadie– que así haya sucedido.

Situada en el oscuro contexto social y cultural de la Zaragoza de los años cuarenta, ‘Volar alto’ nos ofrece rendijas por las que brota la luz. Y quizás nos muestra un espejo de nuestros días

En todo caso, no olviden que ‘Volar alto’ no es un libro de historia. Es un cuadro. Y aunque busque el realismo, en la fotografía o en la pintura la verdad es siempre espiritual, y brota de la luz y la confluencia de detalles aparentemente accesorios que enmarcan la imagen principal. Piensen en esos elementos ornamentales que, como un bodegón de fondo, acompañan todo retrato, como rasgos personales del sujeto retratado (una ciudad, unos guantes, una carta…). En la novela, el contexto del retrato es el campo social y cultural de la Zaragoza de los años cuarenta, al parecer menos cerrado de lo que el actual relato oficial lo ha ennegrecido, a pesar de las duras condiciones de la época, y en el que el protagonista encuentra hospitalidad y acomodo. Y que sirve también de espejo en nuestros días. Porque, como entonces, hoy la cultura sigue teniendo dueños; y a menudo siguen siendo quienes dicen que no lo son.

De todos modos, en una tribuna como esta yo quizás debería estar hablando de cosas de mayor ‘actualidad’. Del escalofrío y las dudas que a algunos nos recorren con la aprobación de la ley de eutanasia, por ejemplo. Pero ante el discurso de la muerte buscaba alguna rendija que manara vida, como ‘Volar alto’, esas grietas que hay en todo y por las que, como dice el poeta, entra la luz.

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