Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Un inesperado acelerón de la Historia y un gran salto digital

La pandemia ha aumentado la incertidumbre respecto al futuro inmediato.
La pandemia ha aumentado la incertidumbre respecto al futuro inmediato.
PILAR OSTALÉ

De imprevisto, hace un año vimos volar un ‘cisne negro’, según la expresión popularizada por Nassim Nicholas Taleb en 2007. El coronavirus también iba a ser, como un rarísimo cisne de color negro, un suceso improbable y además con consecuencias muy relevantes. Cuando la OMS declaró que nos enfrentábamos a una grave pandemia, el debate científico y filosófico giraba en torno al transhumanisno y la inmortalidad. De la noche a la mañana, la ciudadanía redescubrimos la vulnerabilidad y la mortalidad. El mundo se paró, nos encerramos en casa y empezamos a pensar cómo sería nuestro universo tras el azote del coronavirus.

Con el duelo aún muy próximo por los más de dos millones y medio de muertos registrados en todo el planeta por la covid, todavía no somos capaces de concretar los ejes de la vida de la tercera década del siglo XXI. No obstante, ya existen algunas certezas. La primera es que, a diferencia de lo que ocurrió con las generaciones que sufrieron los grandes conflictos bélicos del siglo XX, no existirá propiamente una ‘generación coronavirus’. La segunda es que las crisis generadas por la pandemia van a acelerar tendencias que ya estaban en marcha, sobre todo la digitalización.

Hace doce meses, casi todos los españoles conocíamos el buscador de Google, de Gmail (Google) y Whatsapp (Facebook) porque eran de uso frecuente. Hoy nos hemos convertido en usuarios casi constantes de estas y de otras muchas herramientas informáticas de cuya existencia ni habíamos oído hablar. Entre marzo y mayo del año pasado nos sometimos a una severa dieta digital: desayunábamos con las ‘app’ de los periódicos, consultábamos después el Drive (Google) del colegio para ver las actividades educativas de nuestros hijos, hacíamos gimnasia siguiendo tutoriales de Youtube (Google), sumábamos a los chicos a las clases virtuales en Classroom (Google), llamábamos a los abuelos con Hangouts (Google) o Facetime (Apple), bailábamos con Tik Tok, escuchábamos música con Spotify, contactábamos con los amigos con Meet (Google) y con Skype (Microsoft), teletrabajábamos con Team (Microsoft) y Zoom, comprábamos en Amazon, veíamos los dibujos animados en Netflix y Movistar; seguíamos las andanzas de los amigos en Facebook e Instagram (Facebook), y, al final del día, nos relajábamos con series y películas de HBO y Filmin. Sirva un dato para ilustrar el inusitado alcance de esta inmersión tecnológica: el uso de Zoom aumentó más de un 4.000% entre el 9 de marzo y el 13 de abril.

En apenas tres meses ejecutamos la transición tecnológica prevista para los próximos diez años. El tiempo dirá qué consecuencias tendrá este precipitado adoctrinamiento, pero una es segura: el asentamiento del teletrabajo. De forma totalmente inesperada, se ha mostrado como factible a gran escala. Muchas empresas lo han ensayado y han comprobado su viabilidad y sus ventajas. Grandes compañías ya prevén mantenerlo indefinidamente (Fareed Zakaria: ‘Diez lecciones para el mundo de la postpandemia’).

Más allá de esta implosión digital, lo que la Historia enseña es que son las decisiones que se están adoptando estos días las que van a moldear la ‘nueva normalidad’ que surja cuando se generalice la vacunación. Por ejemplo, la mayoría de los países han decidido ya ejecutar una reindustrialización, sobre todo en los sectores que han pasado a ser considerados estratégicos como el sanitario. Así, el sistema económico globalizado, basado en la producción a escala mundial y en largas cadenas de abastecimiento, se está transformando en otro menos interconectado. Es probable que las empresas traten de ser menos dependientes de China, diversificando sus cadenas de suministro hacia otros países asiáticos, o incluso tratando de favorecer la creación de proveedores nacionales.

El teletrabajo y una parcial desglobalización son dos de las manifestaciones de la ‘destrucción creativa’ generadas por la covid, por utilizar la terminología de Schumpeter. Se afianzan otras, con más o menos intensidad según los continentes: comercio ‘online’ y distribución a domicilio, auge de los pagos electrónicos, enseñanza a distancia, telemedicina, videovigilancia, acceso a productos culturales y de ocio por internet, videollamadas, menos viajes aéreos, mayores controles en las fronteras, reducción de ferias y congresos, mayor crecimiento de las ciudades pequeñas y medianas, revitalización de lo público… El Estado protector es el inesperado ganador de la pandemia, sobre todo de su pilar sanitario.

Si el control del virus acaba siendo cuestión de meses, como es previsible, se consolidarán también relevantes cambios geopolíticos y económicos, comenzando por un incremento de la competencia entre Estados Unidos y China por la hegemonía mundial, un retroceso de la mundialización, un declive de los líderes populistas (Trump ya ha perdido la presidencia) acompañado del éxito paradójico del nacionalismo y las fronteras, el auge de las sociedades de la vigilancia (Shoshana Zuboff: ‘La era del capitalismo de la vigilancia’), un crecimiento exponencial de la deuda pública en la mayoría de los países, una mayor flexibilización del trabajo impulsada por la tecnología, un incremento de la sustitución de empleados por máquinas a causa de las condiciones sanitarias, la potenciación del capitalismo de plataformas, la reconversión del sector del ocio como el principal motor de la globalización… Y la obsesión por los virus. Si tras los atentados de las Torres Gemelas (2001), el terrorismo se convirtió en el centro de gravedad que no dejó ver otras amenazas, las pandemias van a ser consideradas ahora el riesgo número uno.

A nivel individual, psicólogos y sociólogos afirman que estos últimos 365 días no nos han hecho ni mejores ni peores como ciudadanos. Eso sí, nos hemos angustiado por no poder viajar, no salir a los restaurantes o, en general, no seguir consumiendo las ansiadas experiencias. En una época en que el consumismo material ha pasado a ser mal visto (Naomi Klein: ‘No logo’), la sociedad se encamina a un constante consumo experiencial, donde buscamos sensaciones que nos exciten y que sean capaces de generar emociones positivas en nuestro estado de ánimo. Esta drogodependencia emocional hace a las sociedades más débiles, porque cada vez tienen más peso las sensaciones y menos la razón. Así evolucionaban los países desarrollados y así parece que van a seguir, a pesar de los llamamientos a aprovechar el ‘impasse’ del coronavirus para reajustar el capitalismo democrático (Fernando Savater, Michael Sandel, Byung-Chul Han, Slavoj Zizek o Yuval Noah Harari). De hecho, la manipulación de las emociones por parte de dirigentes populistas o extremistas va a ir a más gracias al cauce y el combustible que encuentran en las redes sociales. En internet, las emociones y los afectos se enfocan cada vez más hacia la idea de la competencia, la ira o la descalificación.

Las sociedades occidentales están en un punto de inflexión y la balanza se puede decantar hacia cualquier lado. La esperanza es que, por primera vez en la Historia, disponemos de conocimiento y de capacidad para que las ondas de ‘destrucción creativa’ sean, más bien, ondas de creatividad constructiva que podrían anticipar un futuro más justo, sostenible e inclusivo para todos. La cara negativa de la moneda es que la crisis económica, que se manifestará con más crudeza cuando remita la sanitaria, puede intensificar el problema de la desigualdad, a pesar de que los Estados no han optado por la fórmula de la austeridad, como en 2008, sino del auxilio.

El profesor del Massachusetts Institute of Technology Daron Acemoglu, que se hizo famoso en 2012 por su ensayo ‘Por qué fracasan los países’, propone cuatro posibles escenarios para el futuro inmediato. El primero es el de la pasividad: las democracias no hacen nada para reformar las instituciones, para abordar las desigualdades económicas y sociales, para recuperar la confianza pública. El segundo escenario es el del poder autoritario, pero eficiente: por influjo del modelo chino, la sociedad tiende a pensar que solo un gobierno fuerte puede protegerle de un enemigo poderoso. La tercera opción es la tecnocrática, la del dominio tecnológico o ‘servidumbre digital’, sustentada en que los gigantes de internet son los más exitosos en la lucha contra plagas como el coronavirus. El cuarto escenario es lo que denomina ‘el Estado del bienestar 3.0’: una evolución del Estado de bienestar clásico que incluya una red de seguridad social más fuerte, una regulación más inteligente y un gobierno más efectivo.

Acemoglu apuesta por el cuarto escenario. Sin embargo, este exige una movilización de las élites y de las ciudadanías que está por ver que se vaya a producir. La que sí sigue consolidándose, como hemos visto, es la tercera opción, la digitalización. En este sentido, ensayistas como José María Lassalle (‘Ciberleviatán: el colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’) insisten en que la revolución digital (inteligencia artificial, computación cuántica, 5G, robotización…) que ha acelerado la pandemia exige un código ético que limite el tecnopoder para dirigir desde la política democrática las sociedades digitales en las que ya vivimos. Esta regulación debería enmarcarse en un nuevo contrato social, semejante al que se logró tras la II Guerra Mundial.

La pandemia de coronavirus no solo está poniendo a prueba nuestra capacidad de resistencia a título personal, social, político y económico; también está afectando a los pilares sobre los que se asienta la democracia. Prestigiosos analistas (el Nobel norteamericano Joseph Stiglitz, el británico John Gray, el serbo-estadounidense Branko Milanovic o el español Antón Costas) han planteado que el capitalismo liberal está en quiebra porque su promesa de un aumento del nivel material de vida es insostenible ya que las clases medias ya no serían útiles a los propósitos de las élites ni necesarias para el desarrollo de la economía global.

Los cambios tecnológicos, climáticos y demográficos están impulsando una vuelta a las ideologías que por ahora se ha manifestado en el auge de los populismos de derecha y de izquierda. No se percibe la capacidad de arrastrar a las masas como en el periodo de entreguerras del siglo pasado y los excesos violentos, como el asalto al Capitolio en Estados Unidos, son escasos y marginales. No obstante, el interrogante es cómo reaccionarán los sectores de la población expulsados de un mercado laboral cada vez más automatizado, los trabajadores víctimas de la exclusión, las clases medias sin expectativas, los jóvenes sin empleo… ¿Respaldarán democracias liberales u optarán por la eficiencia del capitalismo autoritario tipo chino?

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