La vida en tiempos de pandemia

La mascarilla se ha convertido en un elemento de la vida cotidiana.
La mascarilla se ha convertido en un elemento de la vida cotidiana.
PILAR OSTALÉ

Hoy hace un año estaba apesadumbrado. Mi agenda de viajes internacionales se había suspendido temporalmente. Temporalmente significaba, entonces, unas semanas. Jamás pensé que un año después iba a estar en la misma situación. Desde 1980, es decir desde hace 40 años, jamás había pasado tanto tiempo seguido en mi país sin atravesar una simple frontera.

También hoy hace un año decidí ser pragmático a pesar de todo. Tampoco era una mala idea leer decenas de libros atrasados y dedicar un par de horas diarias a diluir los kilos que me sobran.

Empecé con ‘El jinete pálido’, el libro de Laura Spinney sobre la epidemia de la mal llamada fiebre española de 1918. Cuando apenas había digerido conmocionado una decena de páginas cerré el libro y llamé al director de HERALDO DE ARAGÓN.

«Por favor, dame espacio y mañana empiezo a trabajar», le rogué. Deseaba ver con mis propios ojos lo que estaba ocurriendo en la puerta de mi casa, en la ciudad que apenas conozco aunque vivo en ella desde 1986, y en el Aragón donde he visto nacer y crecer a mi hijo.

Parecía estúpido sumergirme en una pandemia de hace un siglo cuando la actual empezaba a arrasar la vida a medida que el virus se desplazaba sin control. Por suerte el director se apiadó de mí y me autorizó a ir por libre que es la mejor manera en la que me muevo cuando trabajo como periodista.

Los tres primeros días me centré en historias cercanas. Me di una vuelta por las oficinas vacías de mi diario y hablé con los vigilantes, las trabajadoras del equipo de limpieza y el equipo de informática. Me hizo mucha gracia un mensaje de Whashapp con el siguiente comentario sarcástico: «Salgamos todos a aplaudir al balcón para animar a esos informáticos que tienen el marrón de transformar una empresa del medievo en una del siglo XXI en un fin de semana».

Me di una vuelta por el Mercado Central. Hacía apenas un mes y medio de su reapertura y no lo había visitado todavía. Los vendedores se habían organizado para que los clientes pudiesen hacer los pedidos por Whashapp y así evitar las colas. Al tranvía lo bauticé Soledad. Me recorrí la línea de 12,8 kilómetros cuatro veces en una mañana desde la primera hasta la última parada. Durante muchas paradas fui el único pasajero. Apenas se montaron 200 personas en dos horas y 50 kilómetros recorridos.

El cuarto día cogí el coche y me trasladé a La Muela. Después me acostumbré, pero entonces me pareció sorprendente recorrer veinte kilómetros sin cruzarme con ningún vehículo. En una gasolinera había dos camiones parados conducidos por un portugués y un búlgaro que habían atravesado media Europa y se dirigían a Madrid. Llevaban días sin salir de la cabina.

«¿Tenemos permiso para entrar?»

Cada día preguntaba lo mismo en Heraldo: «¿Tenemos permiso para entrar en las residencias o en las urgencias de los hospitales?». Recibía la misma respuesta: «Denegado». Muchos ya éramos conscientes de que las autoridades de cualquier color político estaban impidiendo el trabajo de los informadores en los lugares más sensibles y secuestrando el derecho a una información de calidad del ciudadano con el objetivo de maquillar el impacto real de la pandemia.

La letalidad era galopante y la pandemia comenzaba a utilizarse como arma arrojadiza en la arena política. Estaba muy claro que las consecuencias de retrasar la toma de decisiones iban a ser dramáticas. Un médico de Urgencias me lo describió sin filtros: «Nos ha cogido en pelotas».

Hice gestiones para que me dejaran entrar en el tanatorio-crematorio de Torrero. Me citaron muy temprano en una mañana desangelada de finales de marzo para que viera las primeras incineraciones de fallecidos por la covid-19. Me dieron todas las facilidades para trabajar y no me escamotearon información. Una trabajadora me sacudió con uno de los titulares de aquellas semanas después de introducir en un nicho el ataúd de un fallecido por el virus al que no acompañaba ningún familiar: «Agonizar, morir y ser enterrado solo».

La Asociación Tutelar Aragonesa de Discapacidad Intelectual (Atades) me permitió entrar en la Ciudad Residencial Sonsoles en pleno brote de infección. Uno de los centros ocupacionales había sido aislado para trasladar a los cuatro pacientes infectados y a otros 36 con síntomas, casi un 20% del total de sus residentes. Lo más difícil era mantener la distancia de seguridad entre los discapacitados. Habían conseguido que algunos se saludasen con el codo y se lavasen las manos a menudo.

Mientras tanto el lenguaje militar se había adueñado de todos los discursos. Tenía claro que no era una guerra aunque el número de muertos se había disparado. La mitad de la humanidad vivía confinada con agua, luz, calefacción, internet, televisión, teléfono. Sí, era angustioso no salir a la calle, pero podías dormir sin miedo a que te reventasen la casa a cañonazos. Los precios no habían variado y no había desabastecimiento. El principal problema de muchas personas empezaba a ser el sobrepeso. Y lo más repugnante, tal como lo definió con todas las letras el primer ministro portugués, era la falta de solidaridad entre los distintos países de la Unión Europea.

«Saldremos mejores de esta crisis», empecé a escuchar como el canto del gallo aquellos días de aplausos a las ocho de la tarde. Lo que único claro es que las colas ante la Hermandad del Refugio eran cada día más largas porque no es lo mismo vivir una pandemia con una familia estructurada, un domicilio fijo y una tarjeta de crédito que en situación de exclusión social.

La letra pequeña de la vida la sentí cuando visité el Proyecto Hombre y fui testigo de la distribución de metadona del programa Ulises a sus 218 beneficiarios. Me sentí intruso cuando acompañé a un equipo de atención paliativa del Hospital San Juan de Dios y pude ver la delicadeza con la que tratan a sus pacientes, «maestros de la vida que ayudan a valorar las pequeñas cosas», tal como me dijo una enfermera.

Noté el «calor de hogar», que es lo que significa Centro Fogaral, en el único lugar donde las mujeres dedicadas a las prostitución reciben sonrisas, besos y abrazos (antes del confinamiento). Otra sorpresa fue saber que los trabajadores del Centro de Salud de La Jota habían creado un fondo común para paliar las deficiencias en la distribución de equipos de protección.

Me pareció una grave injusticia «acusar a las residencias de mayores de no estar preparadas para un cataclismo como el que vivimos y criminalizar a sus trabajadores», tal como comentó un responsable. Acompañé durante días al Equipo de Atención Domiciliaria de Residencias mientras trabajaba contra reloj para contener el contagio en la tercera semana de abril con cifras de mortalidad apabullantes: el 72% del total de fallecimientos se habían producido en residencias de ancianos.

Los equipos estaban diezmados por la infección, el pánico y el estrés, pero las trabajadores con los que coincidí cuidaban a los ancianos con todo el mimo posible aunque evidentemente «no estaban preparadas contra la letalidad fulminante del virus», como me explicó una doctora mientras veíamos agonizar a los más débiles.

Algunos profesores abusaron de la argucia de no dar clases presenciales para escaquearse de sus obligaciones. Muchos otros, en cambio, se pusieron el traje de faena e intentaron mantener el ritmo de los estudios. Una profesora usó su clase de Filosofía para reflexionar sobre el impacto del confinamiento en sus alumnos. Uno de ellos agradecía «no ir con el modo robot todo el día como antes» y sentía que la pandemia «estaba siendo una terapia de choque».

El desconfinamiento del 2 de mayo por franjas horarias me pareció muy chistoso a primera hora de la mañana cuando empecé a toparme con centenares de corredores saliendo de los portales con sorprendentes vestimentas como si necesitaran con urgencia deshacerse de cuerpos desencajados por culpa de los abusos diarios en cocinas y sofás.

Ir a la peluquería se convirtió en algo terapéutico porque «al verte mejor por fuera te sientes mejor por dentro», como contó una cliente. Algunas librerías lanzaron campañas de apoyo con una cantidad fija mensual y la respuesta fue muy positiva. Una mujer me confesó que la cuarentena le había permitido leer la docena de libros que tenía pendientes en casa.

La pandemia empezó a airear la pobreza crónica en barrios como Las Delicias, uno de los lugares más masificados de toda Europa con un 24% de población inmigrante de 108 países, la razón principal por la que la Fundación Cruz Blanca decidió hace años abrir su principal centro de solidaridad a apenas cien metros de su centro urbano.

Al mismo tiempo arrasó con decenas de miles de puestos laborales y puso en un brete la economía sumergida de muchas familias que solían vivir con un puñado de euros al mes. En el tiempo que duró el estado de alarma el número de nuevos beneficiarios del Banco de Alimentos superó los 6.000. Los ciudadanos que vivían con lo justo en marzo, empezaron a tener problemas en abril y, en mayo, tenían que pedir para comer, tal como me contó el presidente del organismo. Su diagnóstico fue premonitorio y certero: «Lo gordo está por venir».

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