Por
  • Carmelo Marcén Albero

Deforestación y salud

Opinión
'Deforestación y salud'
Pixabay

La actual pandemia está incrementando el interés por las investigaciones científicas, tanto tiempo olvidadas e infradotadas. De hecho, la sociedad en su conjunto, los medios de comunicación miran de otra forma a las personas que investigan y divulgan la ciencia. Incluso crece el deseo de que las mujeres y niñas se acerquen a ella y vean reconocida su aportación, como se recordó el pasado 11 de febrero con la celebración del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, ampliamente recogida en HERALDO. Bienvenidas sean estas luces renovadoras; ojalá permanezcan para siempre en la cultura colectiva.

La ciencia se pregunta constantemente, entre otras cosas, por los condicionantes que marcan la salud global. En una reciente entrevista, María Neira, directora de Salud Pública y Medio Ambiente de la OMS, alertaba de que muy probablemente varios virus –ébola, SARS, VIH, etc.– habían saltado de los animales a los humanos tras la enorme destrucción de selvas y bosques tropicales (Amazonía, África y Sudeste de Asia); incluso cifraba en el 70% ese mecanismo de eclosión y propagación. Añadía que la deforestación había provocados varias turbulencias más, algunas en el cambio climático. Unas décadas antes ya se había documentado la relación entre la pérdida forestal y la propagación de la malaria en la Amazonía y en Borneo, el ébola, con las talas para cultivar palma de aceite en Liberia.

Existe un vínculo entre la degradación
del medio ambiente y las amenazas sobre la salud humana

No ha sido la única voz sobre este tránsito. La FAO publicaba hace quince años ‘Los bosques y la salud humana’, en donde avanzaba las repercusiones que la pérdida de las masas forestales tropicales tenía ya en la aparición de nuevas enfermedades infecciosas, en la nutrición y en la degradación del suelo fértil que servía a la biodiversidad. Datos recientes difundidos por la ONU cuantifican en 420 millones las hectáreas de bosque desaparecidas en el planeta en los últimos treinta años, a pesar de la buena noticia de que la tasa de deforestación se ha ralentizado y desciende de los 16 millones perdidos al año en la primera década del siglo a los 10 millones anuales actuales. Sin duda son demasiadas.

Existe un cierto consenso científico que dice que si se liberan los virus cautivos, bien sea por degradación ambiental o por consumo humano de animales silvestres, la trayectoria expansiva de unos pocos puede provocar deterioros considerables en la salud global. La elevada movilidad de personas y mercancías (por tierra, mar y aire) facilita la posibilidad de propagación. Además, el transporte marítimo contribuye en gran medida al desplazamiento de patógenos y sus vectores; algo que también se dice de los barcos venecianos que transitaron el Mediterráneo en tiempos de la plaga de Justiniano (541). Otras voces científicas ligan las sucesivas epidemias europeas, desde el siglo XIV al XIX, a modificaciones climáticas más o menos largas en Asia Central que afectaron a reservorios como los bosques. También se dice que al volverse los climas más cálidos, lanzaron a los roedores con sus pulgas y otros vectores por toda Europa, en oleadas mortíferas. En fin, tengan razón unos u otros estudios, lo que todos comparten es la relación entre pérdida de masa forestal, cambio climático y salud humana; como aseguraba la doctora Neira.

Debemos aceptar la guía de la ciencia para afrontar los problemas globales

Urge un enfoque de salud planetaria. Esta se fundamenta en creer de verdad que la salud humana y todo lo que lleva anejo, economía y sociedad, depende de los sistemas naturales. Como consecuencia, dado que el progreso socioeconómico del siglo pasado se ha basado en una explotación insostenible de esos sistemas naturales (ligados al agua, suelo, calidad del aire, etc.) habrá que diseñar otros modelos que protejan la salud de todas las personas y, por ende, de los diversos ecosistemas. La ciencia, que ha demostrado su potencial sanador, está por la labor, pero necesita apoyo institucional y recursos. Yuval N. Harari acaba sus ‘21 lecciones para el siglo XXI’ avisándonos de que no sabemos cuántas décadas más nos quedan para poder elegir cómo vivimos, que hay que esforzarse y aprovechar ya la oportunidad que tenemos. Pensemos entre todos, muchas veces, si el complejo entramado global debería priorizar la búsqueda de una vinculada salud humana y ambiental, menos desigual en sus extremos y apoyada en la investigación científica.

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