Por
  • Víctor Juan

Recuerdos

Terraza con vistas a la torre mudéjar de El Salvador.
'Recuerdos'
HA

Los recuerdos se guardan en cajitas pequeñas que se apilan caprichosamente unas sobre otras. La memoria es una torre mudéjar, con su perfecta simetría, con sus destellos verdes y blancos, azules y negros, con sus estrellas de ocho puntas y sus círculos mágicos. Los recuerdos encuentran cobijo en cajitas de colores convertidas en joyeros que guardan lo que fuimos y lo que quisimos ser. No son de plata ni están forradas de terciopelo. Están hechas con humildes maderas, con cartón y con hojalata. A veces se rompen y los recuerdos liberados forman un tornado que va de aquí para allá hasta confundirse con el aire que respiramos o con el paisaje en el que vivimos. Por eso los olores, las canciones y los lugares pueden tener trazas de memoria. Cuando perdemos la llave de una de las cajas, es imposible acceder a nuestro recuerdo. A veces hay que guardarlos en cajas herméticas, cerradas al vacío, para no escuchar sus ladridos cuando la tristeza nos alcanza o nos muerde la soledad. Algunos recuerdos dejan escapar su calor y su luz por las rendijas de la caja y el resplandor nos consuela y nos orienta en medio de todas las tormentas. Otros son tan frágiles que antes de guardarlos hay que envolverlos en papel burbuja, rodeados de plumas de ruiseñor o de colibrí y de virutas de sueños hechos realidad para que no sufran daño si se rozan con las paredes. Como todas las reglas, los recuerdos también tienen su excepción. Algunos no se encuentran en cajas. Solo la piel guarda la memoria de los besos y la ternura de las palabras.

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