Ruido indómito

Opinión
'Ruido indómito'
Pixabay

La música puede producir un estado semejante al arrobamiento amoroso, con toda su gama de pensamientos y sensaciones, desde el placer y la ternura, hasta el dolor y la ira. Quien lo probó lo sabe. No en vano, en su último libro, el musicólogo e historiador Ted Gioia muestra que, por más que Pitágoras la matematizara, o que el poder y la cultura dominante la domestiquen, la música nunca deja de ser también sexo, violencia y subversión. Y qué bien refleja esto, por cierto, la reciente película de Steve McQueen ‘Lovers Rock’, de la serie ‘Small Axe’, cinco piezas magníficas sobre el racismo en el Reino Unido de hace unas décadas.

El ser humano tiende a experimentar la música, incluso cuando es parte de la audiencia o del público, integrándose en ella, como lo hacía ya la humanidad de Altamira, conectando con esa vertiente misteriosa e insondable de la realidad que no se rinde a la razón, ni a las leyes del compás, el contrapunto o la armonía.

Conforme a lo anterior, creo que la música es, a la vez, víscera y cultura, caos y equilibrio, individual y social. Por eso, me pareció una filfa el libro ‘Música, solo música’, en el que el escritor Haruki Murakami transcribe sus conversaciones con el famoso director de orquesta Seiji Ozawa. Si bien, reconozco que el título prevenía, pues la música nunca puede ser solo música, y asumo que mi decepción fue fruto de la ignorancia. No sabía que para Ozawa, pitagórico obsesivo, las partituras contienen el Santo Grial. Como si en un pentagrama cupiera ese ruido salvaje e indómito que subyace tras la más delicada y conmovedora melodía.

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