Terminó ayer la campaña de unas elecciones autonómicas catalanas en las que están en juego muchas más cosas que el color del próximo gobierno de la Generalitat. Deberían ser la ocasión para que la política catalana recuperase la senda del sentido común y para que Cataluña volviese a desempeñar una función constructiva en el conjunto de España. Sin embargo, la fragmentación parlamentaria y la actitud de los separatistas no apuntan en esa dirección.

Puede afirmarse que Cataluña ha perdido ocho años que hubieran podido ser decisivos para su desarrollo económico y para su bienestar social. El desvarío soberanista los ha desperdiciado en un empeño identitario e inconstitucional que ha crispado y dividido a la sociedad, que ha bloqueado la acción política y que ha causado un serio perjuicio a la economía. Las elecciones de mañana ofrecen una oportunidad para corregir el rumbo una vez que ha quedado sobradamente demostrado que el ‘procés’ es un callejón sin salida. Pero lamentablemente el desarrollo de la campaña no indica que los partidos secesionistas hayan cambiado de actitud, sino todo lo contrario. Una nueva coalición de Junts y ERC mantendría el panorama político catalán atascado en las demandas soberanistas en lugar de centrarlo en la respuesta coherente a los desafíos que afronta la comunidad, empezando por la crisis sanitaria y económica del coronavirus. El PSC, por su parte, confía en que una victoria le permitiera formar un gobierno ‘transversal’ con ERC y moderar así la posición de los republicanos. Pero el mayor peligro es que el juego de tensiones y alianzas en Cataluña acabe condicionando todavía más al Gobierno de Pedro Sánchez y arrastrándolo a hacer concesiones inadmisibles a las demandas separatistas. La campaña que concluyó ayer ha dado pocos motivos para el optimismo, pero ya es hora de que la responsabilidad y el respeto institucional gobiernen en Cataluña.