Por
  • Julio José Ordovás

Ratón de campo

Predicadores: una vía que albergó palacios, juzgados y hasta un ayuntamiento
'Ratón de campo'
Toni Galán

En una terraza de la plaza de San Felipe, inundada del frío sol del invierno, escucho con desgana el relato prolijo que un amigo me hace de su nueva separación, las tres o cuatro semanas que estuvo maldurmiendo en el coche con todos sus trajes metidos a presión en el maletero, el derrumbe de la empresa de publicidad en la que ha trabajado en los últimos años, las batallas perdidas contra sus adicciones.

¿Sabes de qué me acordaba las noches que pasé encogido en el asiento trasero de mi Astra, sin poder pegar ojo?, me pregunta. Ni idea, le digo. Me acordaba, dice, de uno de los cuadros que había en el cuarto de estar del piso de mis padres. Un cuadro en el que cinco gatitos jugaban con un ovillo de lana tan grande como ellos. El recuerdo de aquel cuadro, bajo el cual me sentaba a ver los dibujos animados y a masticar el sándwich de Nocilla de la merienda cuando volvía por las tardes del colegio, fue mi salvación. Gracias a ese recuerdo vulgar pero cálido no me tiré al Ebro, me dice mi amigo, y levanta la mano haciéndole señas al camarero para que nos traiga dos cervezas más.

De vuelta a casa, por la calle Predicadores, paso frente a un antiguo edificio del que se ha demolido el interior y solo se ha salvado la escueta fachada. Sus caras vaciadas parecen emitir efluvios malignos.

Hay pisos que huelen a vida por estrenar y pisos que huelen a vida apagada, a ceniza fría. Pisos en los que entra toda la luz del mundo y pisos que se mantienen siempre en penumbra, una suave penumbra en la que crecen los espectros.

Me acuerdo bien del piso de mi tía Carmen y de mi tío José, desde el que se veía el río Huerva, y del piso de mi tía Lucía, desde el que se veía el estadio de la Romareda. Yo era un ratón de campo que registraba, maravillado, hasta el último detalle de aquellos pisos que no olían como las casas del pueblo, llenas de sombras y de silencios. A veces pienso que, tantos años después, sigo mirando la ciudad con ojos de ratón de campo y por eso Zaragoza no deja, ni por un instante, de fascinarme.

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