Por
  • José Tudela Aranda

Una alarma desafortunada

Detalle de la fachada del Congreso de los Diputados.
'Una alarma desafortunada'
Enrique Cidoncha / HERALDO

El texto de la segunda declaración de estado de alarma es especialmente desafortunado. Lo es por razones jurídicas pero lo es también por razones de eficacia. De forma paradójica, acaba siendo un corsé para la lucha contra la pandemia. Lo sucedido en los últimos días alrededor del debate sobre el toque de queda lo refleja perfectamente. El Real Decreto limita la actuación de las Comunidades Autónomas cuando, simultáneamente, les confiere la gestión de la pandemia. Si cambian las circunstancias, puede darse el caso, como ha sucedido, de que no dispongan de los instrumentos que consideran necesario para hacer frente a su evolución. Una situación que se podría resolver modificando con naturalidad el estado de alarma, si se hubiese respetado el plazo de quince días. Hoy, modificarlo se antoja un ejercicio excepcional. Resultado, una grave sensación de inacción cuando la epidemia vuelve a estar descontrolada.

Con todo, la reflexión sobre esta norma (con valor de ley), debe comenzar por los problemas jurídicos más evidentes. Dos son las principales objeciones que se pueden realizar al mismo y las dos afectan al núcleo de su contenido. Como es sabido, el Real Decreto delega en los Presidentes de las Comunidades Autónomas, que no en los Gobiernos, la gestión de la pandemia dentro del marco que establece. Esta medida es muy dudosa. Los poderes derivados de un estado de alarma son poderes excepcionales que normalmente, como es el caso, afectan a derechos y libertades, por lo que se encuentran sujetos al control de las Cortes Generales. Con la delegación, el control se difumina hasta casi la inanición y la excepcionalidad propia de la alarma se diluye. Lo excepcional, como es la restricción incluso severa de derechos, se normaliza. Por otro lado, ¿Quién es responsable de las consecuencias de las decisiones que se adopten? Si se sigue la lógica de la delegación, hay que entender que el Gobierno de la Nación. ¿Es lo previsto?

La segunda cuestión afecta a la duración de la prórroga. El Gobierno solicitó y el Congreso concedió una prórroga de seis meses. Traducido, lo dispuesto en el Real Decreto tiene una vigencia de seis meses sin dar opción al Parlamento a intervenir sobre ello. Es cierto que ni la Constitución ni la Ley Orgánica 4/1981, que regula los estados de excepción, establecen un plazo máximo. Pero también lo es que se alude reiteradamente al principio de proporcionalidad y a la necesidad de minimizar los efectos de la alarma. La obligada lectura sistemática de la Constitución inclina a considerar desproporcionado y contrario al carácter excepcional de la alarma este plazo. Pero, más allá, es un plazo ineficaz que dificulta algo tan necesario como adaptar las condiciones de la alarma a la evolución de la pandemia. El resultado es el absurdo de estar vinculados por decisiones que se adoptaron en relación con una coyuntura determinada. Exactamente lo que se vive estos días por los límites que el Real Decreto impone.

Una situación que deriva de una premisa aún más preocupante. El Gobierno solicitó una prórroga de seis meses y no busca hoy la reforma de la declaración porque no dispone de mayoría parlamentaria. Creo que no se insiste suficientemente en este hecho. Los avatares del primer estado de alarma ya mostraron las dificultades de gobernar lejos de una mayoría parlamentaria. Durante este segundo periodo, ello está conllevando consecuencias graves. Y la ausencia de mayoría lo lastra todo. Es posible que el Gobierno se mantenga hasta el final de la Legislatura. Pero es mucho más difícil que pueda gobernar con la eficacia que exige el presente. Una situación tan excepcional como la que se vive, que sin duda se prolongará en el tiempo, especialmente en lo relativo a sus consecuencias económicas y sociales, exige un gran acuerdo político que sirva de soporte a decisiones transcendentales y transversales. Los ciudadanos lo demandan. Es más, les es difícil entender que no suceda. Por supuesto, todas las formaciones políticas tienen la obligación de buscar ese acuerdo. Pero es a quién hoy tiene la responsabilidad de gobierno a quien hay que exigir los mayores esfuerzos para lograrlo. No es tiempo de división y menos de políticas que sólo persigan un dudoso rédito electoral. Una adecuada rectificación de la normativa sobre el estado de alarma, acompañada de una política de verdadera colaboración y complicidad entre los distintos poderes públicos, es un primer paso no ya deseable sino exigible. 

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