Por
  • J. L. Rodríguez García

Hispania

Opinión
'Hispania'
Pixabay

Quería centrar esta columna en mostrar mi enojo por el obituario del español que petrifica la ley Celaá. Pero como bastaría con recordar algunas reflexiones sobre el asunto, desde las del desanimado Unamuno hasta las del beligerante Vargas Llosa, margino centrarme en el problema teórico, ya que cualquier profano es consciente de que la variedad de pueblos se funda, entre otras marcas, en el gozo con su propia lengua que aparece como marca indisoluble en su Adn (Herder dixit). Por esto, prefiero remarcar un problema ético: ¿cómo es posible que los defensores de su lengua aviven el odio hacia otras comunidades pretendiendo eliminar una de sus razones de ser?

Estamos viviendo el odio descentrado contra España como si su lengua mayoritaria fuera un requeté o un somatén carniceros. Odio a raudales que se revela en las locuras de la actual Madame de Baleares o en las proclamas asilvestradas de la Gestapokinder auspiciadas por el Govern de Pujol –no, no es un error- y que es odio irrefrenable contra el Otro. Odio y nada más que odio: lo que obsesiona es que exista otra lengua que oxigena la vida de otro pueblo. No se olvide que la diferencia entre reconocer la pluralidad de lenguas y la supremacía de la que llevo inscrita en mi Adn es lo que marca la distancia entre democracia y fascismo. Qué sabio era nuestro compatriota Spinoza –a quien crucificarían los rabinos supremacistas-: "Quien imagina que se destruye aquello que odia, se alegrará". Él era plurilingüe…

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