Por
  • José María Gimeno Feliu

Frenos a la corrupción

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La independencia del Poder Judicial es una garantía democrática.
Carlos Moncín / HERALDO

El día 9 de diciembre es el Día Internacional contra la Corrupción promovido por Naciones Unidas. Con esta conmemoración se quiere poner de manifiesto la conveniencia de reforzar la didáctica a favor de una gestión pública y privada con acento en la integridad y en la ejemplaridad públicas. La legitimidad del ejercicio del poder público, máxime en democracia, exige actitudes (y aptitudes) que preserven ante la ciudadanía la necesaria afección por la política y la opción de gobierno. Y en ese contexto debe entenderse la necesidad de que exista una eficaz y creíble estrategia contra la corrupción, entendida en un sentido amplio, que debe ir más allá, por supuesto, de evitar la comisión de actividades ilícitas.

Trabajar para laminar la corrupción, en todas sus formas, escenarios y actores, no debe entenderse como desconfianza hacia gestores o empresas, sino, al contrario, como herramienta para poner en valor la correcta gestión del interés público y reforzar la confianza ciudadana en la acción diaria de los gestores públicos. Y esto explica que prevenir la corrupción sea uno de los objetivos (el 16) de la Agenda 2030 de Naciones Unidas.

Esta cultura de prevención es todavía más importante en momentos como los actuales, cuando la pandemia y la exigencia de respuestas inmediatas están tensando las costuras de principios tan importantes como la transparencia, la participación política o la legitimidad de la división de poderes. La urgencia derivada de la excepcionalidad exige más y mejor transparencia, con verdadera rendición de cuentas, pero no por obligación, sino por convicción de que en ello está la esencia del correcto uso del poder.

La excepcionalidad que vivimos exige una gestión política alejada de la concepción de la lucha por el poder, que justifica una indebida crispación derivada de la dialéctica de amigo/enemigo. El arte de la política no es ni debe ser la confrontación, sino orientarse hacia amplios acuerdos dirigidos al interés general. La situación de corrosión en el ejercicio de la política supone un riesgo de deriva hacia prácticas alejadas de los estándares de la buena administración (derecho fundamental de los ciudadanos, no se olvide) que, como sociedad, no podemos tolerar y que debe ser denunciada.

Prevenir la corrupción exige diseñar frenos para evitar una ‘velocidad de inercia’ hacia espacios de inmunidad e impunidad, que no se pueden justificar desde ninguna óptica (y menos desde la idea del principio democrático). Para ello hay que rescatar el dogma de la separación de poderes como esencia de la propia democracia.

Las actuales circunstancias no pueden servir de excusa frente a una preocupante suplantación del poder legislativo a través del instrumento excepcional del decreto ley que viene a fagocitar el rol de los Parlamentos como representantes de la soberanía popular, cuyo principal reflejo es la ley (esencia, por cierto, del Estado de derecho). Esta situación resulta claramente distorsionante en tanto, en palabras de Montesquieu, supone la corrupción del espíritu de la Ley.

Por otra parte, la tensión propia entre poder ejecutivo y poder judicial exige medidas de equilibrio. Nuestro jueces y magistrados, como institución, son el ancla principal de la garantía de nuestros derechos constitucionales. Cuestionar su rol o función (más allá de la necesaria crítica constructiva a ciertas resoluciones) y pensar en su limitación como el verdadero freno al ejercicio del poder, puede abrir un peligroso camino hacia la involución en la calidad democrática conquistada.

Evitar el fantasma de la corrupción exige, pues, activar frenos institucionales, lo que no equivale a una innecesaria burocracia formal que condiciona la eficiencia. Frenos que laminen los riesgos de prácticas políticas o del poder público (o empresariales, por supuesto) alejadas de los estándares de integridad y honestidad. En ello está la esencia de los valores democráticos de nuestro Estado de derecho, entendido, en palabras del conocido jurista constitucionalista Francisco Rubio Llorente, como «una estructura destinada a protegernos de cuantos tiranos, más o menos bien intencionados, pretenden hacernos libres y felices a pesar nuestro».

El Día Internacional contra la Corrupción es una oportunidad para reflexionar sobre cuál debe ser el camino, que no es otro que el de la transparencia, la rendición de cuentas, la cooperación y el control independiente y efectivo, para conseguir el círculo armónico del gobierno al servicio de los ciudadanos.

José María Gimeno Feliu es catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza

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