Por
  • Ana Alcolea

Luces

Luces de Navidad.
'Luces'
Pixabay

Hay noches en que la luna entra en casa. Se queda unos minutos, casi quieta, en el suelo de la cocina o en el del salón. Lo ilumina con su mentida luz, y proyecta sombras casi chinescas sobre él. Me pregunto qué son las sombras provocadas por una luz que no existe sino como reflejo de otra aún más lejana. Una luz dorada que refleja una luz plateada. El oro y la plata conviven con el rojo entre los colores navideños. El rojo calienta el gélido invierno, como el dorado del sol. El blanco lunar es frío como la nieve, como la escarcha que hay al otro lado de mi ventana. Es luminoso aunque produzca sombras negras.

En estas latitudes del norte de Europa desde donde escribo, las noches son largas y los días traen una luz crepuscular durante las pocas horas en las que el sol se asoma tímido al otro lado de las colinas. Casi todos los vecinos del barrio han adornado sus terrazas con luces doradas y blancas. De las ventanas sin persianas cuelgan estrellas o coronas que iluminan la oscuridad exterior, y que alumbran casi tanto como las farolas de la calle a los pocos paseantes noctívagos de las cinco de la tarde. Nunca habían empezado las luces navideñas tan pronto. Han llegado antes que el Adviento porque en los tiempos oscuros hace más falta la luz. La dorada, la plateada. La del sol, la de la luna. También las de esas luciérnagas eléctricas que son las minúsculas bombillas de las guirnaldas en los miradores. Incluso se agradecen las sombras, porque solo la luz puede proyectarlas. 

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