Lotería nacional
La medalla del año 1899, no acuñada todavía, tiene, en el pensamiento del grabador, que es el hado de España, dos caras bien distintas. Ustedes quieren recibir una impresión anticipada de ellas, y hasta adivinar cuál saldrá de las dos en el juego espantable del Destino. Si yo me atreviese, esclavo de su curiosidad, a buzar en el enigma, he aquí lo que diría:
Anverso. – El país, representado por sus clases intelectuales y productoras, que han principiado ya a poner mano en los grandes problemas de política nacional, se coloca en condiciones de gobernarse a sí propio, dándose una organización robusta y sometiendo a su inspiración, o en otro caso apartando de la escena, a los repúblicos profesionales. A beneficio de esto, el Ejército, órgano y servidor del país, se mantiene encerrado en los límites de su ministerio, continuando la política de abstención de los últimos veinticinco años. Los jefes del partido legitimista se apiadan de nosotros, ayudando de un lado el Vaticano y de otro la banca de Londres, y nos evitan los horrores de una nueva guerra civil y las vergüenzas de una intervención extranjera.
Se coloca al frente del Gobierno un estadista de acero, resuelto a llevar a cabo, contra todos y contra todo, la revolución financiera que los acreedores del exterior nos reclaman ya como necesaria y que la Cámara Agrícola del Alto Aragón se adelantó a esbozar en su Mensaje de 13 de Noviembre; y las clases a quienes la cruel operación quirúrgica ha de afectar, con especialidad el Ejército, tienen valor para sufrirla sin sacudidas; y las potencias continentales, viéndonos en camino, nos restituyen su confianza, nos respetan en nuestro duelo y nos acompañan con su gran simpatía en la obra gigante de nuestra reconstitución económica. Francia y Alemania se entienden y toma cuerpo la proyectada inteligencia de la Dúplice y de la Tríplice para reprimir la política insolente y avasalladora de los anglosajones; y España puede descontar de sus preocupaciones presentes la amenaza de Chamberlain, cuyos tiros van enfilados a las Canarias, a las Baleares y al Estrecho.
Se renuncia a cargar los cañones, en cuenta de balas, con los últimos panes que nos quedan. Se hacen los sacrificios necesarios para reconquistar el mercado de vinos de Francia. Se acuña con la máquina de los canales de riego, hasta donde alcance el agua de que disponemos, el oro que cae dardeante sobre la Península en forma de sol abrasador. La nación se impone todo género de privaciones, y acierta a sorprender en su pasado y en su razón aquella manera de constitución amplísima que cumplía a su atraso anterior, que cumplía doblemente a su retroceso presente, en el triple respecto económico, político y social. Se erige la escuela en la primera institución del Estado, y la sociedad le consagra lo más puro de sus anhelos y una atención intensa y sostenida y el legislador, las mejores partidas del Presupuesto.
Quedan definitivamente soterradas las rebeldías e intransigencias propias de nuestro carácter, más meridional de lo que marca y consiente el meridiano; se despierta la conciencia del deber y del sentimiento real y verdadero, no soñado ni fingido, de la patria y de la solidaridad social, en el alma de las clases directoras, o en una mayoría considerable de sus miembros, en términos de disputarse estos los últimos lugares, como antes se disputaban los primeros, para seguir al que se pone delante con la cruz; y caminar estrechados por el vínculo de una disciplina, no por voluntaria menos vigorosa y cuasi militar, sin pretensiones de imperialismo por parte de nadie, sin que la envidia, ni la estolidez, ni la ambición de medros y vanaglorias personales desparrame y aísle a los nacionales, repartiéndolos entre una docena de banderas que se neutralizarían mutuamente, haciendo definitiva la catástrofe.
El español penetra dentro de sí propio y encuentra por ventura que lleva un hombre en potencia, cabalmente el hombre que nos hace falta, y lo labra y esculpe y lo aplica a la obra común de la reconstitución, en términos de juntarse en ella seis millones de salvadores, y si seis no, siquiera tres, representando la nación que se regenera y redime a sí propia. Resultado de todo: España principia a revivir; la generación actual puede prometerse aún verla convaleciendo de la terrible prueba y transmitir a sus descendientes la esperanza de verla salir de su capullo alada y luminosa, más grande de que nunca lo fuera en pasadas centurias, si bien reducida a los breves límites de la Península, nación sólida, compuesta de realidades, no como ahora de ficciones, y madre de veinte millones de criaturas humanas satisfechas de haber nacido, lejana ya la hora en que sus abuelos maldecían la vida como un presente infierno.
Reverso. – Lo que decían los ciudadanos de Quito al día siguiente de haber sacudido la dominación de España e inaugurándose el imperio de las facciones: "Último día del despotismo, y primer día de... lo mismo".
Parlamentos fúnebres, en que los sepultureros de la honra nacional se disputan el honor de restablecerla, por supuesto desde el poder, consumiendo las legislaturas en historias retrospectivas, en tiroteo de acusaciones, exculpaciones e insinceridades, y en protestas de amor patrio, que son otros tantos ultrajes a la memoria de la nación, infamada por ellos y sujeto aún de sus concupiscencias y de sus ansias. El pueblo, sin otra cosa viva que los ojos para llorar y la lengua para trazar planes y programas, impotente para fundar una organización que disponga y dirija los trabajos de salvamento. El incendio, cobrando por minutos proporciones aterradoras, y todos gritando y dando órdenes y consejos y ninguno echando mano a las bombas.
Agitación de gusanos en la piel, dando semblante de vida al cadáver, en el instante mismo de haber entrado en putrefacción. Los acreedores extranjeros, reclamando de sus respectivos Gobiernos la constitución en Madrid de un sindicato internacional que ponga en orden nuestra Hacienda. Un tiro que se le escapa a un carlista, a un general, o a un republicano, y las potencias acudiendo, valerosas y solícitas, con Inglaterra a la cabeza, como mandatarias espontáneas del cristianismo, de la humanidad y de la civilización, a estilo de los yanquis en Cuba, cobrándose el servicio con lo mejor del patrimonio que nos queda, y dejando reducida a España a condiciones de una tribu susí, recluida en la meseta castellana y la Mancha.
Para acertar ahora, existe un criterio infalible o que rara vez falla: pensar mal, ponerse en lo peor. Lo dice la sabiduría popular en uno de sus más extendidos aforismos; y lo confirmó con amarga filosofía nuestro Balmes. Esto supuesto, pongan ustedes en el cántaro, por la representación del anverso, una bola blanca, y por la del reverso mil bolas negras, y tendrán, tal como a mí se me alcanza, la imagen potencial del penúltimo año de este siglo en lo que concierne a España.
Réstame añadir que el buen Estado español está obligado a jugar, con todo lo que es, en esa lotería de la historia, por remota e improbable que sea la posibilidad de acertar con la bola blanca. Y el camino, levantarse cada uno a sí propio, tanto como ayudar a los demás para que se levanten. Porque, ciertamente, grande ha sido, muy grande, la caída de España en Santiago de Cuba y en Cavite; pero cada español había caído ya antes mucho más hondo dentro de sí propio.