Uno de los aspectos más perjudiciales del artificial enfrentamiento entre la escuela pública y la concertada que se empeñan en azuzar algunas fuerzas políticas y sociales es que ensombrece otras cuestiones importantes.

Por ejemplo, oculta la gran variedad que existe entre las instituciones de enseñanza, que de ninguna manera puede reducirse a la dicotomía pública-concertada. Porque detrás de cada una de esas etiquetas hay centros muy distintos y con muy variadas señas de identidad. No son lo mismo los jesuitas que los salesianos, ni es lo mismo un colegio público en la Romareda que otro en San Pablo. ¡Ojo!, todos pueden ser buenos, o todos pueden ser malos, pero por mil razones cada uno es diferente.

La idea de la enseñanza concertada como elitista e insolidaria tiene un punto de absurdo. ¿Cómo puede ser elitista una red que educa a la cuarta parte de los alumnos aragoneses? Tendríamos las clases privilegiadas más extensas del mundo. Y en cuanto a la recepción de alumnos con características o problemas especiales, ni todos los centros concertados son iguales ni lo son todos los públicos. Hay muchas diferencias tanto dentro de uno como de otro sector, y mucho tienen que ver en ello aspectos como la ubicación concreta de cada colegio. En todo caso, corresponde a la Administración organizar el proceso de asignación de plazas de manera razonable, siempre teniendo en cuenta la preferencia y los intereses de las familias.

Las entidades promotoras de muchos de los colegios concertados -órdenes religiosas católicas en su mayoría- llevan siglos, en algunos casos, contribuyendo a la formación de los niños y de los jóvenes, y por ende a la movilidad social, en España, en Europa y mucho más allá. Gran parte de la sociedad española reconoce y aprecia su labor. También los gobernantes deberían ver en esa larga, extensa y variada historia pedagógica un inmenso y valioso patrimonio para el presente y el futuro de nuestro país.