Por
  • Carmen Herrando

De la técnica al coronavirus

Opinión
'De la técnica al coronavirus'
Pixabay

En su libro ‘Los hombres contra lo humano’, se refiere Gabriel Marcel (1889-1973), conocido filósofo y dramaturgo, a la técnica, que define como "el conjunto de medios sistematizados que permiten al hombre subordinar a sus fines una naturaleza tratada como ciega o incluso rebelde". Y muestra cómo los seres humanos siempre han expresado admiración ante la técnica porque da cuenta de la enorme capacidad de la inteligencia humana. Pero Marcel expresa que, tras ese asombro, el hombre regresa a una suerte de realidad domesticada que ha perdido su misterio y queda reducida a los fines más inmediatos, limitando así en buena medida la inmensidad de lo real. Y observa que la técnica pone a los hombres al resguardo de cuanto les supera y trasciende, constriñendo así sus vidas a lo inmediato y olvidando que, como diría Marías –el gran discípulo de Ortega–, lo patente está rodeado de montañas de latencia y que lo latente (aquello esencial invisible a los ojos que le mostró el zorro al Principito) esconde casi siempre lo verdaderamente importante. Muchos autores han criticado los excesos de la técnica, desde Platón hasta Ortega o Heidegger, que han visto en ella –y más en su variante tecnológica– dos rostros: el que la presenta como producto de la creatividad humana y el que la muestra como origen de engendros deshumanizados que pueden llegar a perder al hombre.

Refiriéndose a estos aspectos negativos de la técnica y a las maniobras del poder a su servicio, habla Marcel de "técnicas de envilecimiento", procedimientos puestos en obra para atacar y destruir en los individuos el respeto que tienen hacia sí mismos, llevándolos a considerarse un residuo o un desecho y creyéndolo de verdad. Marcel se fijaba en la terrible realidad del nazismo, en la que la deshumanización afectó tanto a víctimas como a verdugos; pero se daba cuenta de que aquel no sería, ni mucho menos, un caso aislado, porque tal envilecimiento está ligado a perpetuidad al ejercicio del poder y a las manipulaciones que propicia el progreso de la técnica. Marcel se detiene en un hecho histórico, pero su reflexión se hace extensiva a cualquier uso instrumental del poder sobre el ser humano. De niño, le influyó mucho el caso Dreyfus, como expresaba ante el también filósofo Paul Ricoeur: "Creo poder decir –dice a Ricoeur– que este acontecimiento marcó en mí una cierta actitud". Actitud de auténtica atención ante cualquier discriminación, sobre todo ante las más invisibles o las menos notadas, como fue el caso de la falsa condena del militar francés únicamente por su origen judío.

Y es que, para Marcel, el hombre, absorto ante la posesión de cosas –el tener– y fascinado con la acumulación de los cada vez más sofisticados cachivaches tecnológicos, llega a perder "las regulaciones trascendentes que le permiten orientar su conducta e identificar sus intenciones; está cada vez más desarmado ante las potencias destructoras que se desencadenan a su alrededor y ante las complicidades que estas encuentran en el fondo de él mismo". Precisamente aquí, en esta pérdida de horizonte, en la ceguera ante lo que trasciende al hombre, halla el pensador la base de la crisis de civilización en la que sigue sumida Europa.

Pero, al tiempo que analiza el envilecimiento, Marcel no deja de reparar en la vigencia de unos valores que permiten apreciar el contraste: sin esos valores sería imposible desenmascarar las ‘técnicas de envilecimiento’; y a tales valores morales remite como referentes esenciales de la vida humana porque merced a ellos se puede denunciar la pérdida o la decadencia de los dinamismos generadores del desarrollo de los seres humanos. Estos valores morales son los que nos humanizan, y el de esta humanización es el termómetro que da el auténtico grado de calor humano que hace a los hombres personas; no el de la fiebre que estamos obligados, en estos tiempos, a detectar en nosotros y en el prójimo

Este maldito virus que nos acosa y mata nos confronta con nosotros mismos como ninguna otra realidad sabría hacerlo. Pero de ahí podemos extraer, ante todo, detenimiento, luz, y una vivencia más profunda en nuestro interior que no apague la esperanza. Estos factores, lejos de desarmarnos, son los únicos remedios para que la presencia del virus no se convierta en una técnica de envilecimiento que podría desmoronar del todo nuestra maltrecha civilización.

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