Por
  • Julio José Ordovás

Entre sueños

Las calles de Zaragoza estuvieron prácticamente desiertas la noche del sábado tras la entrada en vigor de las restricciones por la crisis del coronavirus.
'Entre sueños'.
FRANCISCO JIMENEZ PHOTOGRAPHY

Todas las noches recorro a pie o en bicicleta el corazón de la ciudad. Camiones de basura, taxis náufragos, algún coche policía y nadie, o casi nadie, caminando por las calles. Solo algún que otro fantasma bostezante como yo.

El otoño ha llegado tarde y de golpe. Sopla el viento en mi contra. Menos mal que a las chicas que anuncian lencería italiana en las marquesinas de los autobuses no les han tapado las sonrisas.

La ciudad desierta produce un efecto agradable y a la vez angustioso, como el que causa un escenario horas antes de una representación peligrosa.

Decía Jünger en sus diarios que las ciudades son sueños y también decía, en esos mismos diarios, que las ciudades son mujeres y se muestran gentiles únicamente con los vencedores. Y con los triunfadores, cabría añadir. Con los vencidos, y con los perdedores, las ciudades siempre se muestran hostiles. No ve la ciudad con los mismos ojos el barrendero que limpia las colillas y las hojas secas de la acera que el notario que pasa por ella camino de su despacho. Ni se ve igual una plaza o un parque desde la ventana de un hospital o de una residencia de ancianos que desde el balcón de una casa patricia.

De noche la ciudad cambia de aspecto. Lugares que resultan acogedores a la luz de la mañana o de la tarde, cuando se extienden las sombras se transforman y se vuelven inquietantes. Tampoco los pasos resuenan sobre el asfalto del mismo modo de noche que de día.

¿Por qué nunca nos paramos a pensar en la soledad de las estatuas cuando llega la noche y se vacían las plazas y los parques? Esta, por cierto, es una ciudad sin héroes pero con estatuas de héroes.

Rara es la noche en la que no me cruzo con algún gato. Gatos sin techo y sin papeles que dejan de hurgar en los contenedores y arrugan el hocico en cuanto me ven. Los gatos desconfían de mí igual que yo desconfío de ellos. Pero nos respetamos mutuamente. Al fin y al cabo, ellos y yo nos movemos por las mismas calles a las mismas horas y formamos parte del mismo sueño.  

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