Zorcico con retintín

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El Orfeón Donostiarra durante una actuación en Zaragoza.
Guillermo Mestre

Mi extinto amigo Luis, arquitecto donostiarra, lloraba cuando oía esta historia. Un aldeano vasco emigra para buscarse mejor vida, con el propósito de hacerse rico trabajando duro y volver para casarse con su amada. Lograda la riqueza y fiel a su propósito, vuelve al pueblo, para encontrarse con que la moza ha muerto durante la espera. Siente un dolor tal que se propone quitarse la vida. Es el argumento de la famosa canción ‘Maitechu mía’, que se viene cantando en todo el mundo hispánico desde 1927. El título emplea la palabra vasca ‘maitetxu’ -escrita a la española- con un posesivo, de modo que viene a significar ‘Amor mío’. No quiere decir ‘Maite mía’, pues maitechu no es diminutivo de María Teresa ni equivale a Maite o Mari Tere. Suenan igual ‘maite’ y Maite por pura coincidencia. ‘Maite’ es amor. Palabras como besar o acariciar y otras más son compuestos de ‘maite’: ‘Baserri maitea’ (un restaurante de Forua, pueblo de nombre romano, al ladito de Guernica, con soberbias croquetas) no es ‘El caserío de Maite’, sino ‘El caserío querido’.

La canción es un zorcico (‘zortziko’, con ocho partes, pues ‘zortzi’ es ocho). Su ritmo es un 5 x 8, evocador del País Vasco e inconfundible para los oídos españoles. Quienes sabemos poca solfa lo reproducimos como 1-2 / 1-2-3 (lá-la, pausa, la-lá-la, poniendo la fuerza en las sílabas con tilde). La pieza rebrotó con ‘Mocedades’, que a sus limpias armonizaciones añadió el poderío de Plácido Domingo.

Las tres cosas que tiene de vasca son el ritmo y dos palabras, ‘maitechu’ y ‘zortziko’. El resto es obra feliz de un andaluz y un castellano, Alonso (granadino) pidió a González (madrileño), para ganar una apuesta, que escribiera una historia con la métrica de un 5 x 8.

Dicho y hecho, González creó un escenario vasco y desarrolló en pocos versos una trama clásica tripartita, según la preceptiva de Aristóteles (planteamiento, nudo y desenlace), a cargo de tres personajes: un narrador coral, una moza -que no habla, pero está- y un enamorado que abandona la pequeña aldea «buscando hacer fortuna».

El narrador cuenta (1: planteamiento) cómo «entre las mozas, una», su ‘maitechu’, lo ve partir, hecha lágrimas. Pero el joven vasco, con voluntad de volver, le promete, ya con un pie en el camino (2: nudo): «¡Vuélvete al caserío, no llores más, mujer, que en unos pocos años muy rico me he de hacer! Y, si me esperas, lo que tú quieras de mí conseguirás». La expectativa es, pues, la de una feliz boda y el tiempo de la ausencia no habrá existido: «¡Maitechu mía! Yo volveré a decirte las mismas cosas que te decía, y volveré a cantar zortzicos al pasar, y volveré, a quererte con toda el alma, maitechu mía». Un regreso triunfalmente engañoso es el final trágico (3: desenlace): el indiano asume, desesperado, que su maitechu ya no le espera... porque ha muerto «llorando y suspirando» por él y en su ausencia. Ha ganado el oro, pero ha perdido el amor. Realidad terrible que induce en el infeliz ideas suicidas: «¡Maitechu mía, no he de vivir sin ti!».

Una historia tan buena, y con música mejor, ha venido siendo cantada miles de veces, para honra de Francisco Alonso López y Emilio González del Castillo. Alonso fue una figura muy afamada de la música ligera española. A los 18 años era director de banda militar por oposición. Compuso exitazos como la provocativa «humorada cómico-lírica» ‘Las Corsarias’, mezcla de erotismo, disparate y rechifla anticlerical, estrenada en 1919, cuyo pasodoble ‘Banderita’ -nótese: con letra de Enrique Paradas, un veterano ugetista- se interpreta aún. Suyos son el ‘Canto a Murcia’ (en ‘La parranda’), el chotis ‘Pichi’ y otras tantas partituras, algunas con letra de su amigo González (así, el famoso pasacalles ‘Los nardos’, sobre la florista de la calle de Alcalá «con la falda almidoná»).

Durante una estancia estival en Fuenterrabía, se mosqueó porque sus amigos locales lo creyeron incapaz de hacer música vasca. Les probó que no, escribiendo la canción vasca acaso más popular de la historia, para gozo de la tertulia.

Mutaciones asombrosas

Se trae esto a cuento de que el Orfeón Donostiarra la canta últimamente en vasco. Se pensará que la letra vasca traduce la original. No. No hay ni emigrante, ni aldea, ni retorno, ni muerte de la amada... No han dejado nada de nada. He creído colegir que, ahora, la imagen de la amada llega por vías estelares a la mente del amante, en quien no se borrará hasta la muerte.

El propósito de esta mutación etnicista es de libre interpretación. No queda más rastro del origen genuino de ‘Maitechu mía’ que el título, qué remedio. La trágica aventura de los aldeanos se ha trocado en una nonada etérea, que quiso ser sublimada y es delicuescente. Un mal trueque.

Aunque, cambio por cambio, digna de un prestímano fue la sustitución instantánea de Pedro Sánchez por Salvador Illa en el importante pleno parlamentario del día 29. Hecho lo cual, el sustituto, a su vez, transmutó alquímicamente un tonillo en perro pastor, al decir que hablaba sin Rin Tin Tin. (Obvio: en el hemiciclo no entran perros. Aún). Cuántos cambios. Vivimos tiempos apasionantes.

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