Por
  • Carlos Martínez de Aguirre

Dos jueces

Una foto de la juez Ginsburg, delante de su féretro en el Capitolio de Estados Unidos.
Una foto de la juez Ginsburg, delante de su féretro en el Capitolio de Estados Unidos.
Erin SCHAFF/Reuters

El pasado 18 de septiembre fallecía la carismática juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos Ruth Bader Ginsburg, nombrada por el presidente Clinton en 1993, y que ha sido una de las voces más conocidas del ala progresista de ese Tribunal. Como joven abogada, consiguió que por primera vez el Supremo declarara que tratar de forma diferente a un hombre y una mujer era contrario a la Constitución americana. Más tarde, ya en el Tribunal Supremo, se implicó directamente en muchas cuestiones polémicas, tomando claro y argumentado partido en favor de las tesis consideradas progresistas. Pensó en retirarse cuando Hillary Clinton ganara las elecciones, para asegurar que quien le sustituyera iba a compartir su misma visión de las cosas. Pero ganó Trump, y decidió seguir en el Tribunal para evitar que fuera el ganador quien nombrara quien le sustituyera.

Los jueces Ginsburg y Scalia discrepaban profundamente en sus puntos de vista jurídicos, sociales y políticos

Cuatro años antes, en 2016, había fallecido otro Juez del Tribunal Supremo, Antonin Scalia. Scalia fue uno de los máximos exponentes de la llamada ala conservadora de ese Tribunal, del que formó parte desde 1986, nombrado por el presidente Reagan. Católico y coherente con su fe, ha sido uno de los jueces más influyentes del último cuarto de siglo. Abogado, profesor y finalmente Juez, se implicó también con sólidas razones en esas mismas cuestiones polémicas, casi siempre con opiniones contrarias a las de Ginsburg.

Parece lógico pensar que tenía que haber un fuerte enfrentamiento entre los dos. Por eso llamaba mucho la atención la sincera y profunda amistad que les unió. Y no era una amistad superficial: es sabido, por ejemplo, que el matrimonio Scalia y el matrimonio Ginsburg pasaban juntos la Nochevieja; también, que Antonin Scalia era una de las pocas personas que hacía reír a carcajadas a Ruth B. Ginsburg, quien llegó a decir de su amigo que "por más que te moleste su disidencia, es tan encantador, tan divertido, tan a veces escandaloso, que no puedes evitar decir: me alegro de que sea mi amigo o mi colega".

Esa real y profunda amistad no significó que ninguno de los dos cediera en sus convicciones: sus desacuerdos eran igualmente reales y profundos, pero supieron pasar sobre ellos, y encontrar lo que les unía. Incluso cuando discrepaban, fueron capaces de usar su desacuerdo para para mejorar su propia argumentación: Ginsburg solía decir que las críticas de Scalia a sus argumentos, ofrecidas antes de que se hicieran públicos, revelaban sus puntos más débiles, y le permitían reforzarlos.

Eso no impidió que estuvieran unidos por una sincera amistad

Esta inusual relación se fundamentaba en la recíproca convicción de que el otro era una buena persona, que actuaba y opinaba con rigor y con sincera buena voluntad: es decir, en ver cada uno al otro no como una etiqueta (conservador, progresista…), sino como la buena persona que era, y valorarla por ello.

Esto encierra una lección importante, más en un país como el nuestro, cuya vida política está envenenada por la polarización. Cuando en quien no está de acuerdo se ve únicamente una etiqueta (progre, facha…) y no la persona, y no se admite la posibilidad de que alguien que no pertenece al mismo espectro político (derechas, izquierdas) lo sea de buena fe, y esté intentando con su mejor voluntad que las cosas funcionen bien, es muy difícil ni siquiera plantearse llegar a acuerdos. Etiquetamos, juzgamos y rechazamos, todo en un solo acto. Nos falta muchas veces esa capacidad de empatizar con quien piensa diferente y ver en él, en primer lugar, no un adversario, sino una persona que también quiere lo mejor para la sociedad.

En la Transición, nuestra sociedad decidió olvidar las etiquetas y apostar por el entendimiento. Fuimos capaces de llegar a acuerdos tan importantes como la Constitución de 1978, y por eso la Constitución no es ni progresista, ni conservadora, ni socialista, ni democristiana, sino un poco de todo… Se consiguió, también, porque todos estaban convencidos de que era necesario, y de que sus adversarios políticos, con ideas a veces totalmente contrapuestas, también querían lo mejor para su país: solo en lo construido con la participación de todos, todos podían sentirse suficientemente cómodos. Este consenso sobre muchas cuestiones básicas se ve ahora amenazado. Hoy no seríamos capaces de ponernos de acuerdo para redactar una Constitución que contentara suficientemente a la mayoría (y por tanto, que descontentara también, en algún punto, a casi todos). Algo estamos haciendo mal…

Esa relación es hoy un ejemplo para la sociedad y la política en España

No estaría de más volver la mirada a Scalia y Ginsburg, para inspirarnos en su amistad real y profunda, más allá de sus también reales y profundos desacuerdos. Supieron ver a la buena persona que tenían en frente, y buscar lo que les unía. Una buena lección, si somos capaces de aprenderla.

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