Por
  • Julio José Ordovás

Pluma de buitre

La carretera tiene ahora una anchura de siete metros y se ha mejorado el firme.
Carretera de Valmadrid.
HA

Desde el pueblo hasta el campo de la estación hay un buen trecho de camino. Mi madre, como un personaje de Faulkner, lo recorría en burra, cuando iba sola, o en macho, cuando iba con mi abuela Fina, o en carro, cuando iba con mi abuelo José. A sus catorce años, mi madre ayudaba a mi abuelo en las tareas agrícolas y hacía la comida en el monte, encendiendo un pequeño fuego en el que asaba unas chuletas y preparando una ensalada. Luego, mientras mi abuelo dormía la siesta, mi madre se sumergía en alguna novela que le transportaba a otros mundos menos ingratos que aquel.

De chaval también me tocó a mí acompañar a mi padre unas cuantas veces al campo de la estación. Íbamos en el tractor y, mientras mi padre labraba la tierra, yo me dedicaba a explorar los alrededores. Así fue como descubrí una caseta con pintadas de la guerra, mensajes combativos escritos a lápiz como los que había en el granero de la casa de mi bisabuelo Antonio.

Salimos de Zaragoza y vamos por la carretera de Valmadrid hacia el campo de la estación. Sopla un viento endemoniado que ha vaciado la carretera de los habituales ciclistas, aunque no de moteros. Hay carreteras que uno tiene tan interiorizadas que no solo forman parte del paisaje de su memoria sino también del paisaje de sus sueños.

Dejamos el coche junto a la vieja y abandonada estación de tren. Una vez mi padre se subió al tejado, que ahora es una completa ruina, para coger pichones y desde allí me los tiraba uno a uno. Mátalos, me decía, pero yo era incapaz de tocarlos, no digamos ya de matarlos, y me llevé una buena bronca por no obedecerle. Mi hijo no teme al viento feroz y trepa con alegría por los riscos. ¿Qué es el viento?, le pregunto. Las orejas de tu padre en movimiento, responde, al quite, su madre. La caseta de mis recuerdos se ha reducido a un montón de escombros en los que no hay ni rastro de aquellas pintadas guerracivilistas. Por lo menos hemos encontrado una pluma de buitre, con la que mi hijo no para de joderme en el camino de vuelta a Zaragoza. 

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