Días insensatos

La estatua de Largo Caballero en Madrid fue pintarrajeada.
La estatua de Largo Caballero en Madrid fue pintarrajeada.
Óscar Cañas / EP

En 1980 a nadie podía extrañarle, y a nadie le extrañó -que alguien se enfadase es otra cuestión-, que Enrique Tierno, alcalde de Madrid, mandase poner una placa en la calle de Serrano, número 40, porque allí había vivido Manuel Azaña. Tierno admiraba su fineza como traductor (en la gresca política de hoy hay quien habla de Azaña por citas sueltas, con rudeza que da grima). Tradujo a un español impecable a De Vigny, Giraudoux, Voltaire, Chesterton y al impagable George Borrow (‘Don Jorgito, el de la Biblia’). Tierno era de izquierdas y la mayoría sensata encontró lógico el gesto. Franco había muerto hacía un lustro; se había aprobado en 1977 la Ley de Reforma Política que traía la libertad de partidos; y, al año siguiente, la Constitución, que los españoles recibieron como una bendición histórica. Azaña, político detestado donde los haya habido, ya estaba recuperado en la calle, con buen sentido y normalidad.

En Zaragoza, Miguel Merino, un prudente alcalde oriundo del sindicalismo franquista, autorizó la exhumación de un centenar y medio de soldados republicanos fusilados tras un amotinamiento, para que las familias enterrasen sus despojos en sus pueblos de origen, navarros y riojanos. Lo pedían el decoro y el buen juicio en 1979 y esa triste y delicada tarea aún prosigue en todo el país.

En 1995, un alcalde de derechas, Álvarez del Manzano, y su concejal de Cultura, Esperanza Aguirre, dedicaron una calle de Madrid a Indalecio Prieto. Fue un proceder sensato.

Durante el primer gobierno González (1982-1986) se alzaron dos estatuas colosales -hoy vengativamente pintarrajeadas- en la capital de España, para enaltecer a sendos líderes socialistas sobre los cuales las opiniones estaban, y continúan, muy encontradas: Francisco Largo e Indalecio Prieto, participantes ambos en sucesos trágicos de los que más rechazo produjeron en las derechas (a diferencia, por ejemplo, de lo que sucedía, y sucede, con otros socialistas, como Julián Besteiro). Las dos efigies, concebidas como bloques contundentes, son muy del estilo de Pablo Serrano, que hizo la de Prieto. La de Largo la trazó José Noja, en estilo ‘serranista’, lo mismo que otra a Besteiro (muy fea, en Doctor Arce), de parecida concepción, pesada y cubiforme. Aun con su punto de exceso (ni Lope ni Goya tienen volúmenes semejantes, tan matéricos y abrumadores, en la capital de España), los gestos fueron pacíficos y probaron dos cosas: el comedimiento de quienes los hicieron buscando la ocasión adecuada; y la prudencia comprensiva de quienes hubieran preferido que se evitasen.

Madrid ya tenía, también de Serrano y desde 1970, una estatua de Marañón, a quien nadie llamaría izquierdista, pero sí republicano (y franquista ‘velis nolis’, luego). Era sensato que la tuviese, principalmente por su saber de endocrinólogo. En cambio, desapareció sin defensa ostensible el monumento a Calvo Sotelo, decapitado en Tuy.

La máquina inerte

No olvidará quien lo viera -el 13 de junio ¡de 1972!- un chiste de Mingote en ‘ABC’. Ante una máquina compleja con tres correas de transmisión, rotulada ‘Leyes Fundamentales’ (las del Movimiento Nacional), un operario con mono y gorrilla mira fuera de la escena y grita, simplemente, ‘¡Eh!’, haciendo bocina con una mano. Con la otra, señala al suelo donde yace el enchufe del artefacto... sin conectar a la red. Esa máquina se iba parando sola. Su vitalidad ideológica decaía a ojos vistas y su apariencia de movimiento era principalmente inercia.

El resto lo hemos venido llamando Transición. En 1977, la izquierda logró una amnistía universal que dio a España oxígeno vivificante. Entre 1978 y 1984 se reconocieron los grados, sueldos y retiros de los militares y carabineros republicanos, de sus viudas y huérfanos. Para los más, se ha tratado de una transición de un régimen que empezó como dictadura y acabó como tecnocracia autoritaria a un estado de derecho, democrático, con plenas libertades y no solo las despectivamente llamadas ‘burguesas’, sino también las sociales, basadas en la universalización de la enseñanza y la sanidad y en la protección frente a la miseria. Siempre retadora, ahora requiere más esfuerzos que nunca, tras el encadenamiento de dos crisis económicas de gran envergadura (2008 y 2020), ambas mal gestionadas por los gobiernos de turno. Incluso muy mal.

Los demonios familiares -mala gestión, inquina ideológica, corrupción, separatismo- han vuelto a escena; y crecidos, porque nuestros últimos gobiernos los han envalentonado, de modo creciente, desde 2004, con populismo y lenidades, como ahora mismo sucede, en fase exacerbada. La diferencia con épocas anteriores es que a estos gobernantes tan deficientes los retarda con aplomo un cuerpo cívico que añora días sensatos como aquellos, creados por nosotros mismos. Por eso no hay ahora un gran vencedor electoral. Nadie lo merece.

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