Mi Pilar confinado
Cada vez que voy a Zaragoza la veo más bonita y desde que la covid-19 me mostró que durante unos meses quizá no era yo quien iba a decidir cuándo viajar a casa, la encuentro una ciudad más necesaria. Y ahora es cuando tendría que meter un argumento global que ensalzara a la ciudad como algo importante para muchos pero estoy hablando solamente de mí porque al final Zaragoza es de cada uno y tiene tantas definiciones como maños y mañas existen. Así que me van a permitir que este 12 de octubre escriba, desde un Madrid confinado, que hoy ya haría varios días que habría ido con mis amigos a las casetas regionales, que es una tradición muy nuestra que puede llegar a incluir tirar por el suelo tres cuartos de botella de sidra mientras la intentamos escanciar a 600 kilómetros de Asturias. Tenemos esas cosas y, yo qué sé, después de catorce años nos sigue haciendo felices. También habría caminado por el paseo Independencia con mis padres y mi hermana viendo los puestos ambulantes y, como siempre, nos habría pillado el toro para reservar en algún restaurante del centro al que ir a comer después de ver la Ofrenda. Esas circunstancias se han solventado siempre en El Picadillo de la plaza del Justicia o en la terraza del Almau; o en el Vips de la plaza Aragón, que siempre es más cómodo si mi madre o mi hermana se han vestido de baturras. De críos nos gustaba ir a una pizzería de la calle Marqués Casa Jiménez que todavía sigue abierta y que creo que era nuestra preferida porque era toda de madera y punto fijo del Día del Pilar. Eso significaba que eran fiestas y que nos iban a comprar algún juguete y que, en general, todo el mundo estaba de cachondeo, que es una cosa que a mí siempre me ha puesto feliz. Esa referencia, ya crecido, la he tenido arrastrando y arrastrado por mis amigos a los bares y barras callejeras del centro, en una carrera de relevos en abrazos exaltados y cervezas, lamparones en la ropa, frío de madrugada y cabezadas incontrolables en el casetero.
Una sucesión de cosas habituales y extraordinarias a las que entrego mi DNI perenne y que este año, por responsabilidad, no han ocurrido pero casi puedo oler y paladear a 300 kilómetros de distancia. Porque los que estamos lejos sabemos que en realidad estamos cerca. Que nunca se va uno del todo de Zaragoza.