Por
  • Andrés García Inda

Pesimismo esperanzado

Un cierto pesimismo esperanzado es compatible con la alegría de vivir.
Un cierto pesimismo esperanzado es compatible con la alegría de vivir.
Krisis'20

Me dice P. que observa en mis últimos artículos cierto pesimismo y si ella lo dice seguro que es cierto. O sea que es verdadero, aunque sea en pequeña cantidad. No alegaré en mi defensa eso de que el pesimista es un optimista bien informado, porque sé que mis amigos optimistas están igual o mejor informados que yo. Si acaso diría, como escribió el filósofo Scruton, que el pesimismo es necesario porque de hecho el mundo es un lugar mucho mejor de lo que están dispuestos a admitir los optimistas. Y que el llamado pensamiento positivo es una tiránica trampa que nos lleva a confundir los deseos con la realidad (como mostró Barbara Ehrenreich en ‘Sonríe o muere’). Más todavía en el momento actual, desbordados por una triple crisis que ensombrece el horizonte con aires de catástrofe: sanitaria (con una epidemia incontrolada que ha dejado hasta el momento un superávit de 50.000 fallecidos respecto a la cifra habitual de otros años), económica (con una estrepitosa caída del PIB, el paro creciendo y un horizonte de inevitables recortes) y política (en la que se cuestionan los propios pilares jurídico-políticos que sostenían hasta ahora, aunque fuera precariamente, la convivencia). Y encima gobernados por la peor clase política de los últimos cuarenta años, que presume de tener la inteligencia de un corcho (por su virtud para flotar cuando todo lo demás se hunde), y cuya única estrategia visible es alimentar el cainismo, en la idea de que donde mejor van a pescar es en un río revuelto (por eso de acelerar las contradicciones…). Mostrarse optimista en ese contexto, pensando que todo va a salir bien y que seremos mejores, más fuertes, etc., es como vitorear ilusionados el último blablablá del enésimo capitán Schettino, que desde su bote salvavidas invita a remar todos juntos a los pasajeros en la cubierta de un barco a la deriva, diciéndoles que si lo desean muy fuerte seguro que se salvan.

El llamado pensamiento positivo es una tiránica trampa que nos lleva a confundir los deseos con la realidad.

A ello hay que sumar el sentido práctico de un moderado pesimismo metodológico, entendido como esa actitud de contemplar o ponerse —discretamente— en lo peor, que te obliga a trabajar para mejorar las cosas y te proporciona una inmensa alegría cuando, como es habitual, las circunstancias resultan más favorables, evitando así la parálisis y la decepción del optimista cuando no todo sale según lo previsto. Otro gallo nos hubiera cantado si nuestros responsables públicos se hubieran mostrado más cautos y prudentes, y menos optimistas, cuando la nave empezaba a zozobrar.

Y además, no deberíamos confundir ese cierto pesimismo con una visión dramática de la realidad, o con el ‘calimerismo’ —ustedes ya me entienden— reinante incluso entre los más optimistas, que se quejan de que no aplaudamos más fuerte. Como tampoco deberíamos identificar el optimismo con la esperanza, la auténtica virtud de los tiempos difíciles, que a diferencia del mero pensamiento positivo no desconoce ni reniega de los límites. Para el citado Scruton el optimismo es una esperanza infundada que confía en la perfección del ser humano y en la viabilidad de todos los deseos; el pesimismo esperanzado en cambio "nos enseña a no idealizar a los seres humanos, para así perdonar sus errores y podernos esforzar en privado para enmendarnos. Nos enseña a limitar nuestras ambiciones en la esfera pública, y a mantenernos receptivos a las instituciones, costumbres y procedimientos más que a proponer una modificación que presuntamente terminaría para siempre con los errores". La esperanza no tiene nada que ver con la "adicción a la irrealidad" y el utopismo. Las grandes tragedias y los grandes crímenes de la historia —como el Holocausto o el Gulag— han sido el resultado de optimistas irredentos que han emborrachado a la gente de falsas esperanzas para, a continuación, responsabilizar de sus errores a una mala interpretación o aplicación de sus ideas. Como decía el maestro Gracián, la esperanza alienta, pero los hartazgos de felicidad son mortales.

No deberíamos identificar el optimismo 
con la esperanza, la auténtica virtud de los tiempos difíciles.

Por eso, un cierto pesimismo esperanzado no solo es compatible con la alegría y el contento de vivir, sino que la aviva. Porque la alegría no depende fundamentalmente del éxito y los resultados. Ancla en la realidad, pero va más allá de ella. Y haciéndonos conscientes de los límites estimula el compromiso, las ganas de salir a flote e incluso de tirar por la borda (solo metafóricamente hablando, claro está) al plasta del Gran Timonel que encalló la nave.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión