La vieja Universidad

RECURSOS ZARAGOZA. PARANINFO / 26-10-2017 / FOTO: GUILLERMO MESTRE [[[FOTOGRAFOS]]] [[[HA ARCHIVO]]]
Interior del Paraninfo de la Universidad de Zaragoza.
Guillermo Mestre

Si caemos alguna vez en la tentación de quejarnos por cómo nos van ahora las cosas, no tenemos sino echar una mirada al pasado para comprobar que cualquier tiempo pasado fue peor. Como sociedad, digo, no en lo personal, que por ese lado Jorge Manrique suele tener casi siempre razón. Pero las sociedades han avanzado tanto que una mirada hacia atrás casi siempre te tranquiliza y te reafirma en la creencia de que vivimos en el mejor momento de la historia. O vivíamos, porque la pandemia de la covid-19 ha venido a enturbiarlo todo. Comienza un nuevo curso académico en la universidad, un curso que va a ser raro, diferente a todos los anteriores, y pensé que sería interesante, o al menos curioso, saber cómo eran los cursos, las clases y la universidad hace 150 o 200 años, así que busqué por casa algún libro que me lo explicara. Y lo encontré, claro: un precioso anuario de la Universidad de Zaragoza impreso en 1856, justo cuando Gerónimo Borao era relevado en el rectorado.

El plan de 28 de agosto de 1850 y el reglamento de 10 de septiembre de 1852 establecían que sólo habría universidades en Madrid, Barcelona, Granada, Oviedo, Salamanca, Santiago, Sevilla, Valencia, Valladolid y Zaragoza, y que el grado de doctor sólo podía obtenerse en Madrid, única universidad donde se podían cursar todas las carreras. Los alumnos, hasta que se licenciaran, no podían pertenecer a corporaciones científicas ni literarias. Los bedeles se encargaban de vigilar el orden y la disciplina en la universidad "y sus inmediaciones". Las clases duraban hora y media y en ellas se tomaba la lección, se explicaba y se hacían preguntas o ejercicios. Se podía castigar a los alumnos que concurrieran a cafés, billares o "establecimientos de esa clase". Los catedráticos debían pasar lista diaria, y anotar las faltas de asistencia, lección y compostura, para sancionarlas; y, junto con el rector y los decanos, castigar las palabras deshonestas y los actos de "inquietud y travesura", la insubordinación de los dependientes, las injurias a éstos o a los alumnos, y la falta de decoro en el aula o de respeto a los profesores. Estas faltas se castigaban, en los alumnos de latinidad (no alcanzo a comprender por qué sólo en éstos), con aprender de memoria, copiar o traducir "y estar de plantón en clase", y con represión privada o ante el claustro y encierro en el edificio por tres días, para lo que había que dar parte al padre o responsable. Se podía llegar hasta un encierro por treinta días, pérdida de curso, expulsión por uno o más cursos o para siempre, y prohibición de continuar los estudios, si bien estas dos últimas penas debían ser confirmadas por el Gobierno. Estaba prohibida, eso sí, la "pena de golpes o malos tratamientos".

Se podía castigar a los alumnos que concurrieran a cafés, billares o "establecimientos de esa clase".

Para matricularse se precisaba fe de bautismo y había clase todos los días menos los domingos. Los catedráticos de Física, Química e Historia Natural (los demás, no) podían elegir para ayudantes a dos o tres alumnos, a quienes, si cumplían bien, se les expedía una certificación especial proponiéndoles para un premio cuyo valor no excediera del de la matrícula. Nadie se podía matricular, "ni aun con protesta", sin aprobar el curso anterior. No sé muy bien quién podría viajar en aquellos años al extranjero para estudiar, pero hasta esto estaba regulado: "Los que ganaren asignaturas en el extranjero podrán continuar sus estudios en España, previa certificación legalizada por el cónsul". Se consentían 30 faltas por enfermedad, contándose por días lectivos, siempre que el padre o responsable lo comunicara en los cinco primeros días, pero "se podrá mandar un facultativo del establecimiento", supongo que para comprobar que no había engaño.

Nadie se podía matricular, "ni aun con protesta", sin aprobar el curso anterior.

Los exámenes eran públicos y se celebraban desde el 1 de junio los ordinarios y desde el 15 de septiembre los extraordinarios. Cada alumno era examinado al menos durante un cuarto de hora y las notas que se podían obtener eran: sobresaliente, notablemente aprovechado, bueno, mediano y suspenso. En los exámenes de septiembre no se concedían sobresalientes. Contra las calificaciones no había recurso. No se podía aplaudir al profesor ni tomar la palabra en el aula, y si alguno tenía dudas podía consultarlas al catedrático privadamente o por escrito. Los alumnos no podían formar asociaciones ni dirigirse colectivamente a sus profesores; y tampoco presentar o publicar escritos o exposiciones con el mismo carácter. Los ejercicios de la licenciatura eran tres y todos públicos: el primero, un examen de 3 horas; el segundo, un discurso de tres cuartos de hora sobre un tema elegido por sorteo; y el tercero, otro discurso entre media y una hora. No sé, pero yo diría que ahora estamos mejor. ¿O no?

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