Ciudades nuestras

El centro de Zaragoza, vacío durante el estado de alarma.
El centro de Zaragoza, vacío durante el estado de alarma.
Oliver Duch

Hay noches en las que, en lugar de contar ovejas, cuento los codazos que me he dado en los bares del Tubo de Zaragoza los viernes o sábados por la noche para llegar con una cerveza de la barra a la mesa. Otras pienso en las veces que me he tirado en plancha para coger sitio en una terraza de la plaza Nolasco; o los empujones caóticos a la vez que ordenados, cordiales, incluso necesarios, de la barra de El Picadillo en la calle Manifestación los 12 de octubre, después de ver la ofrenda de la Virgen y antes de ir a comer. De Madrid me pongo a contar las veces que he entrado y he salido de un garito porque no había sitio ni para picar algo; los teatros y cines llenos los fines de semana; las veces que he estado esperando un taxi vacío de madrugada sin suerte; o esos choques de hombro inevitables en algunas calles comerciales en las que no me dejo ver.

Con los brotes de la covid-19 en las capitales ha nacido una suerte de odio a las ciudades como si su tiempo hubiera pasado y la gente solo quisiera campo, aire fresco, espacios y silencio; y ya fuera casi un atentado querer seguir viviendo en ellas. Qué gran injusticia estamos cometiendo con estas moles de hormigón, gente e historia que tan bien nos han recibido a la vez que nuestro mundo se transformaba. Una muestra más de este ‘mundo clínex’ que hemos construido sobre los cimientos de ciudades, pueblos y pedanías, donde lo mismo se rehusó la vida rural cuando el mundo era una locomotora, como ahora se rechaza la urbe porque hay más contagios (más vida, más gente, diferentes oportunidades).

Zaragoza, como Madrid, como todas las grandes ciudades, son espacios fértiles para la costumbre donde la desidia de la vida individualista ha hecho mella arrebatándoles su personalidad: la muerte del pequeño comercio, de la vida vecinal, de los barrios como satélites de un todo por la gula de los constructores y el gin tonic con más de tres ingredientes. Y ahora, cuando tenemos miedo y sálvese quien pueda, pretendemos que nos cuiden, que nos mezan con el cariño que no les dimos, que tejan almohadas con los escombros de nuestro olvido. Demasiado tarde para esta epidemia, que tal vez nos sirva para revivirlas, para hacerlas nuestras, para protegerlas y que nos protejan. Que no sean reflejo de algo insoportable: de nosotros mismos. 

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