El ratón Buby, el padre Coloma y Alfonso XIII

Opinión
El rey Buby (Alfonso XIII) subido a una silla.
Mariano Pedrero (1911)

A Javier Delgado le gustaban las fábulas de esos animales que viven en el arte, en monumentos como el claustro de Veruela o el altar mayor de la Seo, donde, por cierto, se oculta un gato. Hablamos mucho de él, pero no llegamos a hacerlo sobre otro animalillo ficticio, el Ratón Pérez, criatura de Luis Coloma, el jesuita de moda en la España aristocrática de su tiempo y allegado a María Cristina, la reina regente, y a su joven hijo, Alfonso XIII, a quien llamaba Buby. En 1894, Coloma escribió un cuento para explicar a Buby qué pasaba con los dientes que se les caían a los niños, como a él acababa de sucederle.

El rey Buby

Para agradar a sus áulicos clientes, el jesuita inventó unas crónicas de los tiempos del Rey que rabió y la Reina Mary Castaña. Nada estaba muy claro en ellas excepto que un joven rey Buby I, monarca de seis años, tutelado por su madre, «señora muy prudente y cristiana», y preocupado por los niños pobres. También protegía a los ratones de los gatos abusones y depredadores. Un día, comiendo unas sopitas, se le movió un diente que, tras reuniones prolijas de médicos famosos, le fue quitado mediante un hilo (eso, sí: de seda roja).

En el Madrid de hoy aún se sabe dónde vivía Pérez, el laborioso ratón encargado de los dientes infantiles, incluido el de Buby I. Pérez tenía tres hijos, Adelaida, Elvira, ambas casadas, y Adolfo. Su domicilio era una gran caja de galletas (naturalmente, para gente de alcurnia o de dinero: de la distinguida marca Huntley&Palmers), sita en el número 8 de la calle del Arenal. El lugar era sede de la confitería selecta de Carlos Prats, que fue alcalde de Madrid en 1914. (Más cursi no podía ser la cosa). El paseante puede ver allí una placa que cita la circunstancia y anuncia un museo que dice guardar dientes de Newton, Beethoven y Rosalía de Castro. No sé decir si infantiles o no.

La reina, aleccionada por el reverendo, dispuso que su Buby escribiese una carta a Ratón Pérez. Es el caso que el rey niño, convertido en ratón tras un estornudo taumatúrgico, acompañó a Pérez en su ronda madrileña. Visitaron lugares donde los ratones pudientes hacían su vida regalada. Pérez y Buby pararon también en Jacometrezo, 64, para hacerse cargo del diente de un niño, misión arriesgada, pues husmeaba por allí un gato monumental llamado Don Gaiferos. El ratonificado rey Alfonso quedó desolado al descubrir la total y resignada miseria del niño y de su madre (bondadosa, amorosa, laboriosa, piadosa y virtuosa). Pérez dejó una moneda de oro bajo la almohada de aquellas criaturas, a cambio del diente que se llevaba. Y Buby llegó a ver cómo aquel par de indigentes rezaba el mismo padrenuestro que él ya se sabía.

Al fin de la escapada, Pérez, generoso, pero clasista, dejó bajo la almohada de Buby, en pago del regio diente, la insignia del Toisón de Oro, «cuajada de brillantes». Ahorremos al lector las moralejas: el rey chico es el ‘hermano mayor’ de todos los niños del país y ha de velar por el bienestar de los desvalidos, etc., etc.

Años más tarde, en 1911, Coloma optó por editar este cuento privado. Se hizo muy popular en varias lenguas y cruzó el Atlántico. Típicamente, lo dedicó al entonces príncipe de Asturias, el infante Alfonso, hijo de Buby. Tuvo el tino de encargar las ilustraciones a Mariano Pedrero. Gracias al cual podemos ver a Alfonso XIII en forma de ratón.

Los dientes infantiles

La idea de Coloma nació de una creencia popular y, además, estaba documentada en África, Europa y el Pacífico. En Alemania el niño rogaba al ratón que se llevase su diente blando y se lo cambiase por uno fuerte (‘de hierro’, decía la plegaria al ratón: «Maus, gib mir deinen eisernen Zahn»). Muy lejos de Europa, en las islas Cook, se invoca a la rata, grande y chica (el ratón), pidiéndole cosa similar. Lo contó James Frazer, en su maravilloso libro ‘La rama dorada’ (‘The Golden Bough’ ), monumento en una docena de tomos compuesto en 1890 y que hoy se maneja en la versión resumida de 1922.

Frazer detectó prácticas parecidas entre los basutos africanos y los campesinos ingleses de Sussex. Los basutos escondían el diente infantil de la avidez de ciertos demonios que, por la simpatía que perdura entre el diente y su dueño anterior, hacen con él magia dañina para el ser humano, al igual que sucede en las prácticas del vudú. El caso que Frazer narra en Inglaterra es el de una mujer temerosa de que el diente caído fuera devorado por un animal que dotase al niño con sus características, «como le ocurrió al viejo señor Simmons, que tenía un diente enorme y largo» porque su madre «tiró un diente de leche suyo en una pocilga».

Ratones sesudos, ricos, casados, regios, burgueses, la reina, el jesuita... Hoy hace ya un año que no puedo hablar de estos casos con Javier, que siempre regalaba una idea. Eso que me pierdo.

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