Por
  • Jesús Morales Arrizabalaga

¡Qué bello es mentir!

Opinión
'¡Qué bello es mentir!'
ISM

Vivimos en una democracia deliberativa: en que las decisiones se toman después de una confrontación verbal de análisis y argumentos que debiera conducir a una síntesis siempre mejor. Observemos cuántas veces se usa el concepto ‘diálogo’ y con qué esperanza en sus efectos sanadores de cualquier dolencia social.

‘Democracia’ es una palabra que apenas conserva significado propio: se ha extendido y ramificado tanto que es poco prudente usarla sola, sin apoyo en alguna otra que la perfile. En su formulación básica propicia demagogias; a partir de una idea de ‘mayoría’ que podemos identificar como núcleo, hay que definir con precisión bastantes cosas para que la palabra sostenga un significado útil (¿mayoría de quién? ¿para tomar decisiones sobre qué?...). No es remedio universal. Las palabras sirven para diferenciar, para incluir o dejar fuera segmentos de la realidad. ‘Democracia’ discrimina poco; captura atunes y delfines: el Reino Unido, al lado de la ‘República Democrática Popular de Corea’ o la también denominada democracia franquista (orgánica).

Hay tipos y subtipos de democracia; nuestros sistemas políticos son compuestos y se forman mediante la agregación de varios. El deliberativo es uno de ellos; el que ahora me interesa.

¿Vivimos en una democracia deliberativa? Una democracia deliberativa necesita discurso —conceptos y palabras— y unas reglas consensuadas para su uso; ambos elementos están, en mi opinión, muy dañados. Los conceptos y palabras están fatigados, envejecidos... ¿Y qué diagnóstico hago de las reglas de discurso? Daños catastróficos. Sin estas herramientas la democracia deliberativa colapsa, y no veo que tengamos preparado un tipo de sustitución.

Durante siglos se han utilizado unas reglas para la expresión y confrontación de ideas orientadas a la toma de decisiones de gobierno. Ahora muchos profesionales del discurso no las conocen; el problema es más grave cuando las conocen pero las desprecian.

Una regla básica de esa retórica tradicional era que la mentira tiene una penalización muy grave. No hablo de los tiempos de Catilina: la causa final de la caída de Nixon fue su mendacidad; muchas dimisiones de gobernantes estos años se deben a sus mentiras y ocultaciones. Nuestra democracia deliberativa es también representativa; delegamos nuestras decisiones en personas que nos inspiran confianza: por solvencia técnica pero sobre todo fiabilidad moral. La gran paradoja es que la mentira notoria se ha instalado, pero genera alternativamente reproche y reconocimiento, sin que sea fácil descubrir las razones de efectos tan oscilantes. ¿Cómo es posible que no se expulse del sistema al falsario?

El presidente de una Comunidad afirma que con la gestión transferida de la crisis pandémica ellos hubiesen evitado muchos contagios. Ahora, con la gestión en su mano, las cifras le contradicen. Y no pasa nada. El recorrido hacia sus bustos de bronce como héroe nacional se encuentra en fase intermedia: la del rostro de cemento.

La lucha por la verdad nos cae grande. ‘Verdad’ es concepto difícil y complejo, expuesto sin embargo a banalidades como la de ‘tu verdad, mi verdad...’ (y lo del ‘color del cristal’); principios necios que tienen el propósito de cubrir de roña cualquier afirmación rigurosa y fundada, y ponerla en igualdad con las ocurrencias. La roña nunca duerme.

El combate contra la mentira está desenfocado porque mentiras completas hay pocas. Para mentir hay que hacer una afirmación, y eso requiere esfuerzo. Las mentiras escasean, las pseudoafirmaciones abundan.

En estas condiciones es prudente reajustar objetivos: renunciar de momento a medir verdades. Si nuestra necesidad es limpiar el discurso de esos gusanos argumentativos que taladran nuestro lenguaje político, tendremos mejores resultados si empezamos descartando no por falsedad sino por defecto de verificabilidad: ignorando las afirmaciones que se presenten sin fundamento suficiente. Nuestro mejor recurso es la formación, el adiestramiento de cada persona en el reconocimiento de fuentes y medición de fiabilidades (confianza en definitiva); estos filtros de aplicación individual contra la apariencia son más eficaces que una política de sanciones a los gigantes o la llamada a la autorregulación. 

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