¿Dónde está la lámpara de Aladino?

Pablo Iglesias aspira a triunfar donde fracasó el PCI de Gramsci y Berlinguer.
Pablo Iglesias aspira a triunfar donde fracasó el PCI de Gramsci y Berlinguer.
Óscar Cañas / Europa Press

En España están gobernando ya todas las izquierdas estadísticamente relevantes: el socialismo de Zapatero y Sánchez (PSOE), el poscomunismo populista de Iglesias Turrión (UP) y el comunismo yerto de Garzón (IU-PCE). Esta experiencia recibirá su sanción, favorable o contraria, en las próximas elecciones generales.

De sus tres componentes, el único novel es el podemismo. Fundado en 2014, se convierte en exoesqueleto de la queja angustiada de los ‘indignados’ del 15-M de 2015 contra las políticas de -no se olvide- Rodríguez Zapatero. Apenas queda ya rescoldo. La presión callejera como política estable (manifestaciones, escraches) ha sido relegada -ya antes del virus-, salvo para causas ‘de género’: el vector de la ‘indignación’, encarnado en una ‘casta’ dirigista, ya no encuentra útil emitir en esa onda que llamaba contra la iniquidad de los desahucios, el paro, el subempleo, la explotación, las pensiones míseras, la frustración juvenil, la inmigración miserable y las privatizaciones.

Cuando Zapatero, tras casi siete años, dejó el Gobierno, la tasa de paro era del 22,85 %. En cuatro años se habían destruido 2,7 millones de empleos y por vez primera se superaban los cinco millones de parados. El precio del dinero que España pedía prestado superaba los 400 puntos sobre el valor de referencia (el alemán). El CIS (de entonces) le adjudicaba una valoración popular de 3,3 sobre 10. Y el separatismo hinchaba el pecho. La memoria histórica (¿?) nos ha hecho olvidar su apoyo militar al ataque contra la Libia del déspota Gadafi, país hoy fallido e ingobernable. En consecuencia, el PSOE perdió más de cuatro millones de votos, el nacionalismo triunfó en Cataluña y el PP arrasó, con 186 escaños frente a 110.

En esas cuentas, las fuerzas comunistas eran irrelevantes. Ahora están en el Gobierno, por conveniencia de Sánchez. Algunos datos retrospectivos ayudarán a comprender mejor.

El viaje a Italia

El comunismo tuvo en Europa occidental un largo momento de brillo, encarnado por el PC italiano, al cual acabó acercándose el PCE de Carrillo (no así el PCF de Marchais ni el PCP de Cunhal). El PCI (léase ‘pichí’) fue una deslumbrante epifanía políticocultural, creada por las peculiares circunstancias que vivió Italia tras la derrota del Eje, en la cual colaboraron activamente los partisanos comunistas.

La doctrina del lúcido y desventurado Antonio Gramsci (lograr la hegemonía cultural para acceder al poder político) fue aplicada con sumo talento y gran constancia para quebrar la conexión entre la hegemonía cultural y el poder. Se tomaron unas cuantas cotas antes del asalto (la guerra de posiciones precede a la guerra de movimientos). Se atrajo a los intelectuales al rudo partido proletario y se crearon en el PCI intelectuales ‘orgánicos’ con capacidad directiva. Palmiro Togliatti encarnó esa tarea y el florecimiento fue deslumbrante y duradero: comunistas (o ‘compagni di strada’) fueron Sciascia, Moravia, Visconti, Feltrinelli, Elio Vittorini, Guttuso, Trombadori, Germi, Bontempelli, Einaudi, Moretti... Una ilustre legión. El arte, el pensamiento, las editoras, el cine, la literatura, el periodismo de altura mostraban la hegemonía gramsciana.

Pero la realidad tomó otra senda: tan brillante predominio cultural no conducía al poder. El poder fue para el populismo conservador de la democracia cristiana (DC): los líderes españoles no recuerdan ya a Moro y a Andreotti, cortejados por Enrico Berlinguer (un faro para Carrillo), en busca de un gobierno de ‘solidarietà nazionale’ para sacar a Italia de sus graves atascos: una ‘búsqueda crítica de consensos’, hubiera dicho Bobbio. La izquierda terrorista zanjó la cuestión asesinando a Moro. El final de esta historia -iniciada en 1945 con la liberación del país por los americanos- se llama Berlusconi. Qué fiasco.

El líder podemita ha pasado ratos en Italia y empalagó con ello las páginas de su tesis, oportunista y floja (inmune al florecer gramsciano). Entendió allí una lección básica, en cuya aplicación ha tenido éxito: Togliatti y Berlinguer menospreciaron los medios de la ‘cultura’ pedestre y masiva. Por eso Iglesias exige siempre televisión y redes sociales. Es la notoriedad así cobrada -Cayo Lara, Garzón y otros políticos comunistas no supieron hacerlo- lo que le ha llevado al Gobierno. Pero tiene pendiente lo más mollar de la receta: derogar la Constitución y la monarquía parlamentaria, confederalizar el Estado, intervenir la economía, estatalizar los grandes servicios, ocupar las organizaciones de base, suscitar ‘mass media’ propios... Y en ello anda cuando se atisban grietas en las ‘confluencias’, reflujos en las ‘mareas’ y desmayo del favor electoral.

La derecha clásica, muy abotargada, juega solo a la contra. Las expectativas de un socialismo infiel a sus deberes históricos van a la baja. Es, pues, una incógnita si este final de etapa tomará la forma indeseable de un vodevil berlusconiano o desprenderá tufos caraqueños.

Porque la seductora fase democrática del eurocomunismo ‘made in Italy’ fue como la lámpara de Aladino: todos sabían qué era, pero nadie pudo hallarla... porque no existía. Fue humo (político) y ahora -esto es seguro- es ya un imposible.

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