Por
  • Andrés García Inda

Acordar los desacuerdos

Opinión
'Acordar los desacuerdos'
POL

Aparte de los libros y los medios, y de algunos buenos amigos, tengo tan solo un conocimiento tangencial de la política; no mucho más que el que puedan tener la mayoría de ustedes, pero el suficiente para intuir que la mayoría de lo que allí se cuece es ‘ruido de moscas’ (por utilizar la pascaliana expresión de la Mère Agnes, la abadesa de Port Royal), que tiene más que ver con la mundana y desmedida ambición de poder que con la voluntad de servicio. No sé si más o menos que en otros ámbitos de la experiencia; seguramente algo más, dado el tipo de capital con el que se apuesta y se juega en ese campo. Y ello a pesar de quienes se esfuerzan en presentarnos la política como una de las más altas y nobles actividades a las que el alma humana se puede dedicar.

También hay, sin embargo, personas excepcionales que, en medio de tanto zurriburri, dignifican y ennoblecen la actividad. No suelen estar en los primeros planos ni en los puestos más altos. Y a veces, desgraciadamente, acaban engullidos y contagiados por el clima de mezquindad que les rodea. Pero en otros casos, y seguramente por la fuerza del carácter, consiguen mantenerse ejemplarmente en pie entre los empujones, los aspavientos y los gritos. De uno de esos discretos y sólidos referentes éticos aprendí hace tiempo que cuando había que poner en marcha un proyecto o tomar una decisión colectiva, debías "acordar hasta los desacuerdos". La fórmula, al margen de la aparente paradoja, escondía algo más que una recomendación para evitar el conflicto y trabajar con éxito. Era una forma de entender la política en la que el otro era siempre reconocido como un interlocutor al que había que respetar y considerar incluso aunque no llegaras a ponerte de acuerdo en algo con él. Pero había que intentarlo siempre, lo que también suponía pensar que podía tener razón… en algo. Parafraseando las palabras del santo del día de hoy, Ignacio de Loyola, según esa fórmula el buen político había de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla, al menos de entrada. El resultado de ese esfuerzo era que, al final, las decisiones nunca eran la victoria de una parte, sino un logro de todos.

Por desgracia lo que ha dominado en la cultura política de las últimas décadas es todo lo contrario: los cordones sanitarios, las líneas rojas, el ‘no es no’, el estereotipo y el insulto, y otras tantas actitudes y dinámicas por el estilo que, lejos de reconocer el valor y la dignidad del otro, lo que pretenden es su exclusión definitiva y total del espacio público (de los que, además de eso, promueven o legitiman la eliminación física del adversario, mejor ni hablamos). Añádase a eso, por ejemplo, la costumbre adoptada por algunos individuos o grupos de declarar personas non gratas a quienes no comparten sus opiniones o representan otras ideas. ¿Hay algo menos democrático que eso? ¿No refleja ello en realidad una indebida apropiación del espacio público, en el que necesariamente tienen que caber ‘todos’? Recordemos que, en una sociedad civilizada, en el espacio privado o íntimo puede tener lugar el derecho de admisión, pero en el espacio público el principio que rige es el de libre circulación.

Quizás la expresión definitiva de esa dinámica de exclusión son los llamados ‘escraches’, que quienes alentaron, defendieron y justificaron hace unos años ahora los sufren ellos mismos, como un ‘boomerang’ que no es sino la consecuencia práctica de esa lógica amigo-enemigo de la que ellos mismos viven (y en la que por eso siguen instalados). La actual clase política –y sus altavoces mediáticos– se nutre mayoritariamente de la polarización que genera: "Nos conviene que haya tensión", ¿recuerdan? Y por eso nos empuja y anima a participar en ella. Acaso tengan razón quienes consideran que, por eso mismo, por regla general la política, lejos de hacernos mejores, corrompe a la ciudadanía. Afortunadamente, al margen de la regla siempre hay y habrá excepciones ejemplares, que la dignifican y nos dignifican, y que no andan haciendo escraches, ni alimentándose de ellos, ni alimentándolos, ni provocando. Discretamente tratan de acordar incluso los desacuerdos, para que todos salgamos ganando.

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