Del vientecillo a la tormenta

Pablo Iglesias durante la sesión de control al Gobierno este miércoles en el Congreso.
Pablo Iglesias durante una sesión de control al Gobierno en el Congreso.
EP

Hombre de imponente voz, a finales del siglo XVIII, aquel canónigo destruía a sus enemigos con un método eficiente. Ideaba calumnias que los reducían a la condición de indeseables. Era preciso hacerlo, según explicaba, «con habilidad», de modo que se admitiese finalmente su condición de «persona infame» y, por ende, su anulación social. Tenía aquilatada la fórmula. Sabía que la sociedad acoge bien la murmuración, más cómoda que la contumelia, la afrenta directa, la cual requiere cierto brío en el ofensor. Es mucho mejor poner en marcha un susurro ligero, a modo de brisa. El airecillo se alza poco a poco y pasa al cerebro por la oreja. Cada vez que sale de una boca, se multiplica. Va formando un alboroto que crece hasta tomar dimensiones de tempestad. Repetido una y otra vez, explota como un cañonazo y crea un terremoto social, demoledor para el calumniado que, pisoteado y envilecido, desea morir para librarse de la flagelación pública.

Este calumniador –Don Basilio– es invención del escritor Cesare Sterbini, profesor de lenguas clásicas y conocedor de varias modernas y de sus literaturas. Al temible sujeto lo hizo famoso la música prodigiosa de Rossini, por su papel en ‘El barbero de Sevilla’, estrenada en Roma en 1816 y, desde entonces, ópera incesantemente representada. El clero de entonces le era bien conocido, porque Sterbini fue escribano en la Tesorería papal y, luego, secretario de Aduanas de los antaño vastos Estados Pontificios.

Calumniar para destruir

Una forma expedita y bellaca de librarse de un enemigo es tiznarlo con un baldón que, aunque sea falso, si prospera repugnará fuertemente a la comunidad social. Hay quien lo ha usado para matar, porque la infamia propalada puede despojar al calumniado de su condición humana, hacerlo un ‘Untermensch’, un subhumano. Eso ha sido praxis común en los totalitarismos genocidas y en España hay aún políticos que definen a otros conciudadanos como «bèsties amb forma humana».

También puede usarse la apariencia de mala conducta para el chantaje político: Aznar lo hizo en 1986, abusando de una acusación contra Demetrio Madrid, absuelto –ya era tarde– en 1989.

Para justificar la muerte civil o política (incluso física) de un calumniado, se requiere que el vientecillo inicial cobre fuerza y aturda los cerebros con la potencia tonante de una tormenta.

Caso notorio fue el de José Luis López de Lacalle, asesinado en mayo del 2000 por el ‘gudari’ etarra Guridi Lasa. Lacalle militó en el PCE de los tiempos duros, con Enrique Múgica, y fue uno de los fundadores de Comisiones Obreras. Pasó un lustro preso en Carabanchel, con Marcelino Camacho. Disconforme con el nefasto Pacto de Estella/Lizarra (hoy triunfante en toda la línea gracias a la benevolencia acumulada de Zapatero, Sánchez e Iglesias con el separatismo vasco), se alejó de IU y se acercó al socialismo, aunque sin ingresar en el PSE. También se sumó al Foro Ermua (1998), tras el salvaje martirio de Miguel Ángel Blanco. Así, y hablando con claridad en la prensa, firmó su sentencia. La campaña no fue sinuosa, como las de Don Basilio, sino directa, acosadora y anónima: pasquines y octavillas a cientos, pintadas en las calles anunciándole la muerte, artefactos incendiarios en su casa... Se describió a sí propio como «objetivo de primera», porque era obvio. «Cuando estuve preso en el franquismo, en ningún momento pensé que me podían matar y, efectivamente, no me mataron. Mi familia, mientras yo estaba en la cárcel, no corrió ningún riesgo. Los fascistas de ahora no lo son menos que aquellos. De hecho, la cárcel fue el lugar en el que más seguro he vivido». Sin pelos en la lengua.

El último caso es doble

El último caso notorio está en curso y es doble. El factor común a ‘El barbero’ de 1816, a la Tolosa del 2000 y al Madrid de 2020, no es la sangre, sino la insidia calumniosa, si bien en el caso madrileño el resultado es dudoso. En la sensibilidad de hoy, resulta repulsivo quien acosa sexualmente a alguien; y si el acoso sexual está reforzado por el laboral, la repugnancia social es muy alta. Son dos tachas muy infamantes.

Resulta que la Fiscalía de Madrid viene a decir que es calumnioso un caso montado para infamar al exjefe del despacho legal de Podemos, José Manuel Calvente, por doble abuso sobre una colega, subordinada y, a su vez, abogada de Dina Bousselham, en torno a cuya conducta y su relación con el jefe podemita hay otro enredado litigio, en el que se cruzan Iglesias, el felón comisario Villarejo y la revista Interviú. Oídos los diálogos privados entre ambos abogados y el testimonio de Calvente sobre su acusadora, a la que tilda de incompetente, poco laboriosa e implicada en prácticas propias de la ‘casta’ (sobresueldos en dinero negro), el fiscal ha pedido al juez desechar la acusación de Podemos.

Este doble caso Dina-Calvente, uncido por un mismo personaje, puede acabar mal para Iglesias Turrión, su urdidor, aprendiz fallido de Don Basilio, y que no sabe tanto latín como cree: la tormenta que se está armando tras el inicial vientecillo calumnioso podría desarbolarle el barco.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión