Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

El insulto corroe la democracia

Opinión
'El insulto corroe la democracia'
Krisis'20

Una de las bases de la democracia es la capacidad de deliberar, de intercambiar argumentos y de tolerar a los adversarios políticos. El profesor (en excedencia) de ciencia política Pablo Iglesias Turrión lo sabe bien. Y también conoce perfectamente que el libre ejercicio del periodismo es considerado como un elemento fundamental de las democracias ("Prefiero periódicos sin democracia que democracia sin periódicos", vino a decir el presidente Jefferson). Pero esta semana, precisamente cuando está en el foco por el vuelco que ha dado el ‘caso Dina’, ha afirmado, sin pestañear, lo contrario. Como si no fuera vicepresidente de un Gobierno de un país plenamente democrático sino un ‘hooligan’ mamporrero ha proclamado que considera "natural" que los políticos y los periodistas sean insultados.

El célebre psicólogo Steven Pinker ha dado una clave para interpretar los comportamientos extraños de las personas: "Nunca atribuyas a la malicia lo que puede explicarse por la pura estupidez". En el caso del instruido líder de Podemos se trata claramente de maldad. Quien insulta, odia; quien justifica el insulto, también. Su bagaje cultural le hace perfecto conocedor de que el ‘discurso del odio’ ha sembrado de violencia la historia europea. Sin embargo, lo hace suyo para ganar votos. Se suma así al fenómeno global de los populismos, de ambos extremos, que abrazan figuras tan dispares como Trump, Maduro, Bolsonaro o Abascal. También el presidente estadounidense justifica la costumbre de insultar a los periodistas y la practica casi a diario con gran entusiasmo.

Cuando Pablo Iglesias llama a ‘normalizar’ el insulto en la vida española pretende alimentar el odio a los contrarios, como si no fueran simplemente adversarios políticos o periodistas de distinta opinión a la suya, sino enemigos a los que hay que batir. Como ocurre en sociedades hoy muy polarizadas, como la de Estados Unidos, quiere que en España también la gente pase a considerar las afiliaciones políticas como identidades de grupo, y sus partidos políticos como equipos enfrentados en una competición a muerte en el que el ganador se lo lleva todo. Es la lógica perversa de las políticas de odio. El analista estadounidense Robert B. Talisse explica que el actual conflicto entre partidarios de distintas opciones ideológicas no se debe a un desacuerdo en los temas sino al simple rechazo emocional y sectario. Y lo peor es comprobar hasta qué punto simpatizantes y dirigentes de una afiliación se retroalimentan en su odio a los contrarios. De este modo, la esfera pública queda reducida a lo que Habermas ha denominado "espectáculos de aclamación".

Juan Linz ya apuntó en su libro ‘La quiebra de la democracia’ (1978) que los políticos la debilitan cuando niegan legitimidad a sus adversarios. Y esta es también la tesis de ‘Cómo mueren las democracias (2018), de dos prestigiosos profesores de Harvard, Levitsky y Ziblatt. La mecánica liberal funciona si todos los partidos respetan dos principios procedimentales: la tolerancia mutua y la contención institucional. La crítica, siempre necesaria, debe ejercerse por cauces democráticos. Sin embargo, el aumento de la desigualdad económica y la sensación de falta de expectativas han potenciado una «guerra civil sin lucha armada», según la define el politólogo Steven Runciman en ‘Así termina la democracia’ (2019).

Pablo Iglesias quiere sacar rédito electoral de esta ‘guerra civil’ atizando el conflicto mediante una lucha verbal en la que cabe todo, incluso el insulto. Alimenta la polarización grupal a través de las redes sociales, inmensas máquinas de radicalización a través de ‘filtros burbuja’ que activan los algoritmos en los buscadores de páginas web. Una vez que las personas se radicalizan, se vuelven más propensas a considerar a los disidentes como enemigos.

Está muy extendida la teoría de que los mecanismos de control de una sociedad moderna son fundamentalmente dos: la mano invisible de la economía de mercado y la mano visible del Estado. Sin embargo, también es indispensable la mano intangible de las virtudes cívicas, como la tolerancia y el rechazo del insulto

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