Por
  • Katia Fach Gómez

E-despedida para e-estudiantes

Los millennial están más acostumbrados al teletrabajo.
'E-despedida para e-estudiantes'.
Pexels

Tele-docencia’ concluida, examen ‘online’ realizado, notas publicadas en su correspondiente plataforma digital, revisión virtual planificada, actas de la asignatura esperando a ser ‘e-cumplimentadas’… Hace unos minutos les he mandado a mis estudiantes el que posiblemente vaya a ser mi último email del año académico 2019-2020. Un email de despedida. Como les decía en el mensaje, el curso más extraño que me ha tocado impartir desde que trabajo en la Universidad de Zaragoza está llegando a su fin.

Durante mis años de estudiante en Unizar, vivimos en las aulas universitarias despedidas muy diversas, tan diversas como lo era el perfil del profesorado de aquellas licenciaturas del mundo analógico. Aún recuerdo el fin de curso nostálgico y sosegado del académico que ya barruntaba su jubilación; el hasta luego del docente que iba a reaparecer en escena unos meses después, impartiendo el siguiente nivel de su asignatura; el apoteósico fin de fiesta del becario que se había dejado la piel explicando las prácticas de la disciplina; la despedida a la francesa de aquel gris funcionario que se regocijaba aún más que el propio alumnado de liquidar las clases; el ‘savoir faire’ del profesor que desde su tarima declamaba un poema final, insuflando valentía y coraje en los futuros egresados…

Todos esos pequeños ritos de despedida de los que fui testigo en mi juventud estudiantil fueron dejando poso en mí, enseñándome a perfilar –con sus ‘do’s’ y sus ‘dont’s’– mis propias ceremonias de partida como profesora universitaria. De hecho, yo pensaba que contaba con cierta pericia en el no siempre sencillo arte de decir adiós al respetable, hasta que me ha tocado dar carpetazo de forma telemática al curso 2019-2020.

Redactar un email de partida cibernética y dirigirlo a mi grupo de estudiantes ‘del curso del coronavirus’ me ha dejado un poso de insatisfacción y tristeza. Estos últimos meses de trabajo han sido, igual que la vida misma, especialmente oscuros y difíciles. Los docentes que lo somos por vocación hemos comprobado con desasosiego que incrementar nuestros esfuerzos personales en el ámbito de la docencia no ha redundado en una mejora en el aprendizaje ni en una mayor satisfacción de los discentes. Al contrario, buena parte de nuestro alumnado ha compartido con nosotros una sensación común de vulnerabilidad, de vértigo y de cansancio.

La sociedad red, indudablemente, ha sido una aliada formalmente eficiente para solventar un curso académico que amenazaba con frustrarse. Pero, durante la soledad de la reclusión, la sociedad de la información también ha revelado la hondura de sus carencias. Brecha digital, dificultad para hallar ‘e-fórmulas’ inclusivas, escasez de códigos deontológicos en el ámbito educativo ‘on-line’, desigualdad entre géneros a la hora de conciliar en un contexto de confinamiento… es solo un escueto bosquejo de los acuciantes obstáculos tecnológico-sociales que han aflorado a la superficie de la sociedad española en estos últimos meses.

Desafíos de este calado no merecen recibir un cierre en falso al albur de la tan ansiada, al tiempo que tan temida, ‘nueva normalidad’. Es preciso que los poderes públicos aviven un debate serio en estas materias y que la universidad española cuente con el soporte presupuestario necesario para hallarse en disposición de ofrecer una enseñanza virtual de calidad. No es poca mi curiosidad por saber si el Castells investigador y el Castells ministro habrían valorado de la misma manera el desempeño de la sociedad del conocimiento en el contexto del estado de alarma derivado de la pandemia covid-19.

Incuestionablemente, la educación universitaria virtual ofrece grandes posibilidades y debe convertirse en una de las prioridades de nuestros rectorados. La covid-19 nos ha mostrado que es imposible pensar en el progreso universitario sin diseñar un nuevo equilibrio entre los diversos instrumentos docentes. Pese a ello –¿o tal vez por ello?–, ‘tele-despedirme’ de un grupo de universitarios que ha sido sometido a un ‘e-learning’ inesperado a tiempo completo, me ha hecho reafirmarme en que la presencialidad es un factor insustituible en procesos educativos que aspiren a la excelencia. Cualidades tan inherentes al ser humano como la empatía, la motivación o la solidaridad florecen mejor en un contexto presencial. Es por ello que, siempre que la salud y la seguridad lo permitan, aspiro a prescindir de ‘e-despedidas’ en mi última clase del curso 2020-2021. El alumnado, sin duda, lo merecerá y lo agradecerá.

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