Por
  • M.ª Pilar Benítez Marco

Archivo de Aragón

Una imagen de la plaza de San Felipe con el palacio de los condes de Argillo entre la iglesia de San Felipe y la Torre Nueva
Una imagen antigua del palacio de los condes de Argillo.
Ayuntamiento de Zaragoza

Estar en un archivo es bucear en un mar de tesoros naufragados y atrapados en el tiempo del olvido. Es caminar sobre la arena del reloj y del pasado que engendró el día de hoy. Es esperar un pliego tras otro, un silencio después de otro, la historia que somos, escrita en un fondo marino que ya no recordamos ni imaginamos. Por eso leo con verdadera ilusión, en estas mismas páginas, que el Gobierno de Aragón quiera resucitar el proyecto de crear el Archivo de Aragón "sin prisas ni pausas".

Al hacerlo, no puedo evitar pensar, una vez más, en don Juan Moneva, porque él también tuvo ese mismo sueño. Mejor dicho, su aspiración fue que en 1935 estuviera fundado el Archivo y Biblioteca de Aragón o el Archivo General de Aragón, como solía llamarlo, para conmemorar el noveno centenario de la existencia política de Aragón. Lo concebía como un referente de la cultura aragonesa y un centro de formación e investigación de estudiosos. En su empeño, llegó a constituirse el Patronato en mayo de 1934 en la Diputación de Zaragoza, formado por el propio Moneva y otras figuras destacadas de la época. Él mismo comenzó las gestiones con los herederos del Palacio de los Condes de Argillo, para adquirirlo como futura sede del archivo. Pero pronto el intento zozobró bajo la voz de quienes pensaban que Aragón tenía otras necesidades económicas más urgentes que la creación de este archivo. Por eso, del sueño moneviano, no quedó más que la tenue huella de papel y silencio que aún puede volver a ser andada. 

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