Por
  • José María Gimeno Feliu

La ‘nueva’ normalidad

Opinión
'La nueva normalidad'
HERALDO

El próximo 21 de junio terminará el estado de alarma y se iniciará la ‘nueva’ normalidad. Tras más de tres meses con importantes limitaciones a los derechos de los ciudadanos, necesarias para combatir la pandemia, se restablece la plena operatividad de estos derechos pudiéndose ya circular libremente por todo el territorio español. Ese día 21 de junio todo el entramado jurídico vinculado al real decreto de estado de alarma pierde su eficacia y ya no es de aplicación (lo que cierra el debate interpretativo sobre muchas cuestiones reguladas en las órdenes ministeriales para cada fase, en tanto desaparecen del ordenamiento jurídico aplicable), volviendo a tener plena eficacia la normativa preexistente al 14 de marzo (con plenos efectos) con las matizaciones introducidas por el Real Decreto Ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por la covid-19.

La nueva normalidad debe servir para una nueva oportunidad, a modo de ‘think tank’ (frente a la tendencia del ‘no think, thanks’), para repensar nuestro modelo institucional y nuestra arquitectura jurídica en aras de mejorar la calidad democrática. Las experiencias de esta crisis deben ser la palanca necesaria para activar (desde el máximo consenso, insisto) las reformas estructurales que necesita nuestro país. En el ámbito institucional es imprescindible alinear a partidos políticos, organizaciones empresariales y sociedad civil para determinar e impulsar las medidas necesarias, respecto a lo que hay que destacar el ejemplo de buen hacer en Aragón y Zaragoza, donde la convicción y vocación de sumar se han impuesto a la tendencia que se observa a nivel estatal de dividir como opción de la nueva política. Asimismo, junto a la necesaria simplificación administrativa para aliviar el complejo entramado normativo y de exigencias, urge afrontar el debate de la reforma del sector público, que debe adaptarse a las nuevas realidades económicas y sociales del siglo XXI, y, en especial, a las nuevas tecnologías disruptivas. Nunca más puede admitirse la paralización de la actividad pública por la falta de adaptación tecnológica. La vanguardia tecnológica debe ser la nueva seña de identidad de cualquier administración, que debe superar la inercia (o esfera de confort) a no impulsar cambios. Asimismo, la cooperación debe ser lo habitual.

Esta nueva normalidad obliga a ajustar los parámetros de calidad normativa, en especial de las leyes. La seguridad jurídica (incluso la legitimidad democrática) son principios de primer orden constitucional, que están en riesgo por la proliferación del decreto ley como instrumento de respuesta normativa rápida que, además, como consecuencia de la inmediatez plantea problemas de claridad y comprensión, lo que genera una indebida confusión en la ciudadanía. Volver a la esencia de la ley (en su tramitación y objeto delimitado por su título), evitando que su tramitación se convierta en ‘carro de supermercado’ donde metemos cualquier cosa sin mayor reflexión (o peor, como fruto de transacciones al margen de esa norma), es una exigencia vinculada a la imprescindible regeneración democrática.

El nuevo escenario tras la finalización del estado de alarma aconseja, igualmente, ajustar el modelo de gobernanza sanitaria y de los sistemas de alerta y cooperación multinivel. Pero, sobre todo, nos empuja a una nueva cultura que haga de la anticipación y la planificación en salud lo ordinario, garantizando los suministros y servicios sanitarios cuando lo requiera el sistema. Atender al concepto de valor, frente al mantra del gasto sanitario, superando maniqueísmos trasnochados sobre lo público y lo privado, debe ser la nueva normalidad, que vea en la salud la principal inversión de políticas públicas (y no de confrontación ideológica).

La nueva normalidad debe servir, en definitiva, para una mejor política (concebida como lugar de encuentro al servicio del ciudadano), una mejor calidad institucional que refuerce la calidad democrática. Y una mejor administración pública, proactiva y no reactiva, que, desde la colaboración, garantice la mejor calidad de los servicios públicos.

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