Amar a un robot

Primer plano de Super Mario, mi principal compañía estas semanas.
'Amar a un robot'.
Heraldo.es

Cuando alguien, siguiendo las instrucciones de la autoridad sanitaria, se confina en una habitación de su domicilio, aumenta el síndrome de extrañeza que genera la pandemia. Esto es así para esa persona y también para quienes conviven con ella, puestas en cuarentena y al servicio de inusitados protocolos de comportamiento. Desde luego, la situación no es dramática, pero sí incierta y algo amenazante.

Lo más importante es que todo lo que salga de la zona aislada, es decir, la persona, su ropa, sus utensilios y sus desperdicios, sea higienizado y procesado por separado, como si fuera materia radiactiva. Tiene cierta dificultad, pero la anomalía se convierte pronto en hábito y en veinticuatro horas la unidad familiar ha vuelto al nivel de extrañeza previo, el cual, dicho sea de paso, también va descendiendo a medida que la pandemia se integra socialmente.

Las nuevas tecnologías ayudan. Permiten contactar con los seres queridos, el teletrabajo, dar clases, comprar, o almorzar en familia por videoconferencia con el individuo confinado en una habitación. Seguro que, de no ser por la dichosa manía del contacto físico, el ser humano se las apañaría muy bien viviendo cada cual aislado en su burbuja. De hecho, ya hay gente que es más feliz así, la misma de la que antes se pensaba que sufría una patología, convertida hoy en modelo admirable de sociabilidad. Como esos adolescentes japoneses que no salen nunca de su dormitorio, abducidos por la pantalla de un ordenador y enamorados de un robot. Debería fijarse en ellos la chavalería que va por ahí abrazada, sin distancias ni mascarillas.

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