Entre el azahar y el miedo

Algunas zonas de Zaragoza, como el Canal y el Parque Labordeta, han registrado una gran afluencia de padres y niños.
'Entre el azahar y el miedo'.
Guillermo Mestre

Cuando hace ocho semanas nos metimos en casa, llevábamos el frío por dentro y por fuera. Cuando hemos salido, los rosales del parque están espléndidos, el verde de los setos tiene un brillo especial y hasta el azahar del Jardín Botánico nos esperaba con su intensa fragancia.

Pero el mundo es otro. La pandemia ha entrado a formar parte de nuestras vidas, con este virus o con otro que pueda venir, y ya ha alterado nuestros comportamientos, por un tiempo o para siempre. Para empezar, nos ha instalado en el miedo. Dos meses después, lo único que ha funcionado para no contagiarse ha sido el confinamiento. Y no hay respuestas claras para evitar la enfermedad cuando salimos de nuestro fanal, más allá de alejarse de los demás, no tocar nada o huir de ambientes densos. O sea, demasiado espacio para salir asustados y asumir que, conforme acaba la reclusión, empieza la responsabilidad personal de protegerse y de tomar conciencia de que tantas cosas que hacíamos automáticamente requieren toda nuestra atención.

El renovado griterío político de esta semana puede hacer creer que la pandemia ya es un tema más de la confrontación política y provocar que muchos ciudadanos, deslumbrados por la alegría de volver a la calle, se despisten. Pero el virus sigue ahí, listo para darnos un susto si nos descuidamos.

Así que, de vuelta a casa, y tras dejar atrás parques y aceras atestados, nos asalta la desconfianza. Desconfianza frente al otro y frente a las debilidades de nuestro sistema, que han sido mucho mayores de las que percibíamos y ante las que, en lo político, se ha respondido por los derroteros habituales. El Gobierno, con una soberbia que, datos en mano, no se puede permitir y la oposición, con afanes dignos de momentos más adecuados. Un dolor más que añadir a las familias y amigos de los 26.000 fallecidos y a esos sanitarios que lo están dando todo, incluida la vida.

Entre tanto, se están produciendo cambios sociológicos a una velocidad inusitada. El más generalizado, el teletrabajo, que ha pasado del 5% de trabajadores en 2019 en esa situación, al 34% en abril. Aquí y ahora, en las actuales circunstancias, son todo ventajas. Pero conlleva la pérdida de la inteligencia colectiva que se genera cuando se trabaja en grupo y el ambiente produce las respuestas. Las redacciones son grandes exponentes de este fértil clima. A la vez, conduce a un individualismo casi aislacionista que tiene poco que ver con nuestra cultura. Una actitud que contradice el espíritu colaborativo y solidario que los mejor intencionados creen que sobrevendrá con la recuperación.

Es un individualismo que afecta también en los desplazamientos. Del transporte colectivo o compartido, se va preferir el coche, la bici o el patinete propios, bien cuidados. Porque otra tarea que se impone es el mantenimiento con máxima higiene de nuestros entornos, sean espacios personales, públicos o, como aún en estas circunstancias tenemos un 65% de trabajo presencial, laborales y fabriles.

¿Y en qué ciudades? Ya hay quien defiende el desarrollo de ciudades de los 20 minutos, esto es, que las actividades personales y profesionales se desarrollen en un espacio cuyos desplazamientos duren ese tiempo. Desde luego, eso puede ser una oportunidad para las ciudades pequeñas. Porque esta pandemia ha dado una bofetada a las concentraciones urbanas y ha apreciado el urbanismo de baja densidad, rodeado de naturaleza, sin botones de ascensor compartidos. Más individualismo. Más encerrarse en casa, con un consumo selectivo y con la revalorización de los productos con una trazabilidad cercana y de confianza.

Si en los inicios de esta crisis era una observación, ahora es un clamor y quizá la enseñanza que toda crisis trae consigo: necesitamos apreciar más nuestro valioso sector agroalimentario y recuperar industrias que fabriquen los bienes propios de toda sociedad avanzada. O nuestros riesgos se mantendrán y nuestro atractivo como país palidecerá muy severamente.

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