El Príncipe, capítulo XVIII

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, durante el pleno del Congreso.
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, durante el pleno del Congreso.
Mariscal/EFE

No se sabe con certeza en qué principios generales se inspira la acción del actual presidente del Gobierno, Dr. Sánchez. Escudriñando su formación de economista y leyendo lo que pasó por ser su tesis doctoral se recibe poca luz doctrinal. Sumada esa observación a la de su trayectoria y, especialmente, a la de su ejercicio como jefe del Gobierno nacional, puede plantearse la hipótesis de que su fundamento principal es el pragmatismo. Si funciona, es bueno.

Esta actitud en modo alguno es exclusiva ni original, ni podría ser objeto de especial reproche. Nadie ha olvidado los colores del gato de Felipe González –que ya hace años que se interesa por los chinos en tanto que grupo culturalmente confuciano–, sus sutiles contactos venezolanos o sus caricias a los nacionalismos; ni los bandazos de José María Aznar, que un día fungía como tejano de película, amistado con el Bush más belicoso, y al otro halagaba con suavidad al ‘movimiento de liberación nacional’ vasco o bendecía la franquicia lingüística que acabó permitiendo expulsar la lengua común de los españoles de la escuela catalana. Estas cosas son así y cabrá enojarse por ellas, pero escandalizarse, no, a menos que se viva en las Batuecas, sitio precioso, por lo demás.

El denominador común que vincula estrechamente al presidente con su vicepresidente (segundo), Dr. Iglesias Turrión es, precisamente, este: una praxis política que permita conservar el mando, un juego triple de llaves que abren las puertas grandes del poder político: la del Consejo de Ministros, la del Boletín Oficial del Estado –que va en el mismo llavero– y las de dos partidos, veterano el uno y en obras el otro, que se apoyan mutuamente para dar la sensación de que gobiernan con mayoría, cuando están tan lejos de ello que incluso para componer comisiones en el Parlamento necesitan la venia de unas entecas minorías que no pierden ocasión de refrotarles su dependencia, la mar de visible.

La tesis doctoral del Dr. Iglesias es el doble de gruesa y el quíntuplo de prolija que la de su socio; y, como puede imaginarse, más pedante, redicha y exhibicionista. Donde el uno procuraba la discreción, y no sin motivo, el otro buscaba brillo, terreno en el que se mueve mejor que ninguno de sus congéneres, sean correligionarios o competidores. Sabe que los espectáculos ruidosos son piezas políticas de mucha afición.

Hay en su estudio menciones de autoridad copiosas, profusas, caudalosas. Aparecen, por descontado, quienes deben citarse en un trabajo, tan militante: desde Lenin (vía Žižek y Negri) hasta Laclau, pasando por Gramsci, merecedor de más noble destino.

En suma: Sánchez carece de doctrina e Iglesias se anega en ella.

Ya hace medio milenio

Pero el proceder de ambos está descrito hace siglos, de forma tan aguda y penetrante que ahorra al analista de hoy usar su propia voz. Vean, si no, estas enjundiosas consideraciones, discurridas hace ahora quinientos siete años.

1. Los hombres a menudo quebrantan su palabra y no va el gobernante a ser el único que actúe con «exactitud y celo en el cumplimiento de la suya. Siempre hallará fácilmente el modo de disculparse por su falta de rigor».

2. En cuantos pactos se han violado de mala fe sería fácil probar que «sale siempre mejor librado el político que ha sabido cubrirse con piel de zorra». El arte de esa clase de poderosos radica antes que nada en actuar zorrunamente con la adecuada propiedad «y en saber disimular y fingir».

3. El triunfo obtenido con estas mañas se explica principalmente porque los seres humanos son tan débiles e incautos que, cuando uno se propone de veras engañar a los demás, «nunca deja de encontrar tontos que le crean».

4. Entonces, ¿es reprochable ajustarse a la palabra empeñada y hacer honor a lo prometido procurando su cumplimiento? No, es actitud digna de encomio y resulta «muy laudable en un gobernante la exactitud y fidelidad en el cumplimiento de sus promesas, y que no recurra a sutilezas y artificios para eludirlo».

5. Pero, entonces, si la decencia está en seguir esa pauta moral, ¿por qué obrar de otro modo que no sea este, honorable y virtuoso? También, como en el caso anterior, hay una razón principal: «La experiencia de estos tiempos nos demuestra que entre la mayoría de quienes se han distinguido por sus hazañas y triunfos hay muy pocos que hayan hecho caso de la buena fe, o que tuvieran escrúpulos en engañar a otros cuando les traía cuenta obrar así y podían hacerlo impunemente».

Y 6. El gobernante que no quiera perder el poder, no debe atenerse a cumplir lo que prometió «sino mientras no le acarree perjuicio»; y solo en la medida en que perduren las circunstancias en las que hizo las promesas.

No es que Maquiavelo (1513) lo recomendase. Lo observó y anotó con precisión. Como han hecho Pedro y Pablo (2020), acaso sin leer al sabio florentino.

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