Por
  • Julio José Ordovás

Espíritu indomable

Opinión
Espíritu indomable.
Pixabay

Faltan dos horas para que amanezca. Con mi salvoconducto laboral en el bolsillo, camino por una ciudad fantasmal en su silencio de calles desiertas. Oigo hermosos y extraños cantos de pájaros que nunca antes había oído en la ciudad y camino pensando en Thomas Bernhard y en su espíritu indomable. En uno de sus relatos autobiográficos, cuenta que cuando era adolescente y trabajaba de aprendiz en una tienda de comestibles, descargó él solo varios quintales de patatas de un camión en medio de una tempestad de nieve y, a consecuencia de ello, se enfrió y ese enfriamiento descuidado le provocó una pleuresía. Le llevaron a una gigantesca sala de hospital, con veintiséis camas ocupadas por viejos moribundos. Bernhard veía, desde la mesa de operaciones, que el tarro en el que vaciaban el líquido amarillento que le sacaban de la caja torácica era un tarro de pepinillos y que el tubo de goma que utilizaban para hacerle las punciones era igual que el que empleaban en la tienda para trasegar vinagre.

El joven Bernhard estaba muy grave, tanto que el capellán del hospital le dio la extremaunción. El hombre que se encontraba junto a él, en la cama de al lado, dejó de respirar, pero Bernhard no quería seguir el camino de la muerte y en el instante decisivo, eso es lo que cuenta, se decidió por la vida, quería vivir y vivir su vida, y todo lo demás no le importaba nada.

Bernhard hubo de habituarse a pelear con la enfermedad, que finalmente le venció a los cincuenta y nueve años, y toda su extensa y extraordinaria obra literaria es una gran carcajada en la oscuridad.

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