Por
  • Katia Fach Gómez

Viajes imaginarios a la felicidad

Calles de Madrid vacías por la amenaza del coronavirus
'Viajes imaginarios a la felicidad'.
Agencias

Hasta hace tan solo unas semanas, para mí era un auténtico placer tener que ir a Madrid, incluso aunque solo fuese un viaje de día, con madrugón incluido y agenda apretada. Me encantaba subir al AVE directamente por el coche cafetería, ser una de las primeras en pedir el desayuno apoyada en la barra y saborear con calma la prensa depositada en ese ambigú móvil. En ocasiones, algún viajero se me adelantaba y se hacía con uno de los periódicos que yo deseaba leer. En esos casos, pausadamente, me colocaba cerca de los ventanales del vagón y, sin perder del todo el contacto visual con el anhelado diario, contemplaba cómo el coche bar se iba llenando de gente. En medio de un bullicio creciente, me encantaba observar a la concurrencia arremolinada en torno al camarero, quien en hora punta hacía auténticos malabares para poner cafés, memorizar comandas, devolver cambios y calentar cruasanes.

La experiencia acumulada en el vagón cafetería me permitía anticipar certeramente el momento en que el vigilado pasajero iba por fin a soltar el noticiero. Así que cuando eso sucedía, yo ya estaba colocada muy cerca de él y con una sonrisa victoriosa regresaba a mi ventana del bar de alta velocidad empuñando el rotativo. Más de una vez, la megafonía anunciando la llegada a Atocha me sorprendía estando aún dentro del vagón cafetería, sin haber pasado siquiera por mi asiento para dejar el abrigo y el bolso. El coche seis del AVE era para mí un microclima acogedor y estimulante; un hervidero de animadas charlas grupales y de entrecortadas conversaciones telefónicas cuya comprensión desafiaba a mi imaginación. Mientras caminaba con paso ligero por las interminables cintas mecánicas de la estación, todavía me hallaba un tanto ausente, preguntándome si en el pasillo del metro o en la fila del taxi llegaría a descubrir cuál era el nexo que unía a aquella pareja elegante o si aquel chico de aspecto desvalido habría conseguido el perdón de su novia.

Cuando finalmente mis pies se posaban sobre el embaldosado de Madrid, me sentía salvajemente viva. La ciudad me inyectaba una emoción adolescente, y yo me entregaba a ella sin condiciones. Madrid me ha regalado exposiciones, paseos, presentaciones literarias y encuentros que son ya parte irrenunciable de mí. Durante más de dos décadas, he transitado con tanta felicidad los caminos de Madrid que hace ya tiempo que Ítaca no está en mi mente.

En este mes de abril en el que a todos nos llueve en el corazón, no puedo dejar de pensar en Madrid. Mi nueva existencia, aprisionada por los barrotes del balcón, me hace sentir que la distancia física entre Zaragoza y el madrileño kilómetro 0 es ahora un abismo insalvable. Las fantasmagóricas noticias que llegan de Madrid sí consiguen sin embargo llegar hasta mi hogar, cabalgando como una bruja de Goya sobre esta ficticia cotidianidad. La información que viene de la capital está trágicamente teñida de negro, escupida a trompicones por una moviola que parece haber enloquecido. Además, esa tarántula letal contra la que todos luchamos no se conforma únicamente con tratar de doblegar Madrid, sino que emponzoña progresivamente todo el mapa de nuestro país. Aragón también se estremece y todos lo hacemos con ella.

El desorden de nuestras angustias, al que alude Elena Ferrante en ‘La invención ocasional’, está hoy en día más desordenado que nunca. Pese a ello, no debemos resignarnos a dejar de soñar. Al contrario, hoy más que nunca, los viajes imaginarios son un bálsamo para nuestro corazón, un poderoso antídoto para nuestras angustias. Es por ello que yo me obligo, con la constancia y tozudez que se nos atribuye a los aragoneses, a seguir recordando ese Madrid que es parte de mí. Cuando este horror acabe, aun llevándole la contraria a Sabina, sin duda volveré al lugar donde he construido una parte de mi felicidad. 

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