Por
  • Ana Alcolea

Rutinas

Foto de Sástago
Monasterio de Rueda.
Laura Uranga

Una de las experiencias mas interesantes que he tenido en la vida fue pasar unas semanas en un monasterio franciscano. Era la única mujer y mi habitación estaba en uno de los extremos del viejo edificio de origen medieval, separada de la clausura de los frailes. Me sentía como Blancanieves en un reino de hombres sabios. Paseaba, leía, escribía y compartía con ellos la mayoría de las horas canónicas: todas menos los maitines, que obligaban a madrugar demasiado. Escuchaba la primera campana desde mi cama y me volvía a dormir, mientras imaginaba a los monjes bajando por las escaleras secretas hasta la pequeña sala en la que oraban al amanecer. Era la celda en la que había vivido san Francisco cuando fundó aquel convento. En las demás actividades, llevaba el ritmo rutinario de los monjes. Por la noche, acompañaba al que miraba las estrellas y leía sus mensajes. O al que pintaba iconos. Otros revisaban el vino en la bodega, leían, escribían. Cada uno seguía su rutina, una rutina positiva, equilibradora, que hacía que cada día fuera igual en lo externo y diferente en lo interno porque implicaba un aprendizaje personal en el que el Universo se acercaba al Yo. Y me hacía bien.

Un día pregunté si podía ayudar en alguna tarea. Me dijeron que sí. Un monje me condujo por galerías estrechas hasta dentro de la clausura. Por un momento me sentí Adso de Melk. El fraile abrió una puerta y me invitó a entrar. La habitación estaba llena de sábanas y de toallas. En el centro, una plancha. Sonreí en silencio. Odio planchar.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión