El estudio analiza los anuncios dirigidos a niños de entre 5 u 8 años.
'Anuncios'.
Pixabay

Lo decía el otro día el editor y escritor Javier Castro Flórez: no hay nada que nos tranquilice más en estos momentos que los anuncios publicitarios. Y explicaba cómo le había gustado escuchar a Mario Vaquerizo recomendar en televisión un champú contra el encrespamiento capilar, que, según aseguraba, iba a ser el problema más importante del otoño. Y ahí radica la grandeza del anuncio publicitario en estos momentos: si los mayores problemas que vamos a tener en otoño tienen que ver con si se nos encrespa o no el pelo, estamos salvados. Los anuncios publicitarios hablan de la esperanza y, mientras haya anuncios, hay esperanza. Si se anuncian cremas, viajes, coches… y creemos en ello, como al parecer también creen los anunciantes, es que va a haber vida después del coronavirus. Vida como siempre, la que conocíamos antes de la pandemia: maquillarse, viajar, comprarnos un coche para subir a esquiar, para ir a la playa, o simplemente para sustituir a nuestro viejo ‘tastarro’… Por eso son hoy tan importantes los anuncios: porque nos hacen creer que todo esto pasará y que la vida volverá a ser como antes, como siempre fue. Ayer escuchaba en una emisora de radio local el anuncio de uno de mis restaurantes preferidos de Zaragoza, y con toda naturalidad lo recomendaban para banquetes y celebraciones. Ese anunciante está haciendo más por levantar la moral colectiva que cien discursos de nuestros políticos: si vamos a poder seguir organizando banquetes y fiestas, el mundo está salvado. La publicidad nos apuntala el futuro.

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