Por
  • Víctor Juan

Bondad

Los voluntarios confeccionan las mascarillas en sus casas.
'Bondad'.
Heraldo.es

Conocemos personas machadianamente buenas, en el buen sentido de la palabra que, como escribió León Felipe, merecen que sus madres les regalen un caballo blanco como el de Santiago, con alas de plumas, que vuele muy alto para que nunca se manchen en la tierra su vestido nuevo, su vestido blanco. Hacen el bien por donde pasan y embellecen cualquier cosa que tocan. Ojalá siempre estuviéramos cerca de hombres y mujeres como esos que con su sola presencia limpian el aire, despejan el cielo, nos iluminan los días y calman el dolor cotidiano de las pequeñas heridas provocadas por el simple roce de la vida. Ojalá la fortuna nos sonriera y nos acompañaran permanentemente personas que se llevan lejos la maleza que, a veces, se acumula en el cauce por el que discurre nuestra existencia, desarman la desconfianza, desactivan la rabia y destruyen, sin apenas pretenderlo, los rencores que crecen en el borde del camino. Son gentes buenas que nos hacen mejores cuando nos miran y que nos regalan una bondad inesperada y casi siempre inmerecida que nos sorprende, nos conmueve, nos acaricia el alma y nos perfuma la vida. A esas personas buenas, que nos envuelven con palabras y nos alumbran con la luz que derraman, deberíamos protegerlas urgentemente porque son una especie en permanente peligro de extinción. La bondad es más frágil que revolucionaria. Entre todos tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano para que los hombres y mujeres de los que escribo no se manchen de barro su vestido nuevo, su vestido blanco.

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