Por
  • Francisco A. Comín

Cisne blanco

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El Ballet Nacional de Cuna interpreta 'El lago de los cisnes' en el Teatro Principal de Zaragoza, en septiembre de 1999.
Carlos Moncín / HERALDO

Desde hace unos días se puede observar un cisne blanco en las orilla del Ebro en Zaragoza, al lado del Puente de Hierro. Bueno, imagínenselo desde casa. Por el día se desplaza entre el agua y la tierra y viceversa, en ocasiones azuzado por los perros desatados de paseantes también momentáneamente liberados del encierro. Por la noche resplandece en la semioscuridad entre vibrantes reflejos de imponentes focos en las aguas de un río al que no se le permite tener identidad propia.

La imponente figura del cisne destaca entre las incipientes hojas de los pocos chopos y sargas que quedan y los muchos carrizos y juncos emergentes en márgenes desnaturalizadas. A su alrededor, garcillas, patos, la mayoría bastardos, cormoranes, palomas, fochas y alguna garza revolotean como figurantes de una coreografía inacabada. Un cisne solitario es un símbolo del aislamiento físico y cognitivo que la naturaleza nos impone cuando no la conocemos bien.

En la literatura los cisnes blancos han sido símbolos de deseo y de belleza, que necesitan contemplación y convivencia para materializarse y disfrutarse plenamente. Un cisne solo, sin compañía de congéneres, mejor dicho de individuos de su misma especie, puesto que se trata de un cisne vulgar (‘Cygnus olor’), no tiene futuro. Se supone que está de paso y en cualquier momento emprenderá el vuelo o bien que otros cisnes vendrán a acompañarle. Así pasan las estaciones la mayoría de los seres vivos en sus hábitats, relacionándose con los individuos de su misma especie, adaptándose a los cambios o migrando. Los humanos hemos preferido durante siglos domeñar la naturaleza y, ahora, la naturaleza nos obliga a adaptarnos a circunstancias cada vez más difíciles y repentinas. 

Juan Eduardo Cirlot, en su ‘Diccionario de símbolos’ (Ed. Labor, 1997), relata numerosos símbolos para el cisne. En relación con la música, por la mítica creencia de que cantaba dulcemente poco antes de morir, y con el próximo fin por esta misma interpretación. También es símbolo de virtud inmaculada, de melancolía y pasión, y de autosacrificio. En la ópera ‘Lohengrin’ guía la barca de un caballero al rescate de la dama. El cisne del Ebro, más prosaico, simplemente resiste los embates de las corrientes y de los perros, los cambios del tiempo primaveral y las alteraciones de un tramo de río que tanto nos da y de tanto nos priva. Como símbolo, esperemos que su resistencia y migración a medios más agrestes sea la prefiguración de nuestro destino como población. Esta es la dinámica razonable y razonada por la ciencia para las relaciones entre virus y humanos, con disculpas ante los que sufren. Ojalá que el cisne blanco vuele lo antes posible para relacionarse con otros hacia ese medio rural que nos provee de materias primas y del que tanto dependemos. Mientras tanto, es compañía y símbolo de una población esperanzada.

Francisco A. Comín es profesor de Investigación del Instituto Pirenaico de Ecología-CSIC

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