Por
  • Andrés García Inda

Lección sobre lección

Opinión
'Lección sobre lección'.
POL

A veces lo más difícil es darse cuenta de lo evidente. A quien disfruta subido al escenario mirando la luz de los focos, ésta le impedirá ver lo que sucede en la platea. El ruido lejano impide escuchar el susurro cercano. Y además no basta con mirar. Ya decía Orwell que hace falta un esfuerzo constante para ver lo que está delante de nuestros ojos. Vivíamos supuestamente atentos a emergencias de todo tipo a punto de explotar (climáticas, sociales, culturales…) y resulta que según algunos no podíamos ver la emergencia real más inmediata y directa, hasta que nos estalló –esta sí, con toda su crudeza– en las narices. Pero que algo sea difícil no quiere decir que sea imposible, ni que no sea moralmente exigible a quien debe observar y vigilar de cerca. Como decía el informe definitivo de la comisión japonesa sobre la catástrofe de Fukushima: "Los fenómenos posibles ocurren. Los fenómenos que se consideran imposibles también ocurren. Las cosas que no se desean ver no se pueden ver. Solo se puede ver lo que se desea".

Ahora nos apresuramos a sacar lecciones de nuestra situación pero corremos el riesgo, nuevamente, de seguir mirando sin ver, de no haber aprendido nada. Entre otras razones porque para poder hacerlo debemos evitar o superar tres obstáculos que nos impiden contemplar en profundidad la realidad de las cosas: la prisa, el ruido y la soberbia (que, en el fondo, seguramente, son tres variantes distintas de una misma ignorancia, o del deseo de evitar el esfuerzo o el dolor añadido que conlleva todo aprendizaje). Y nosotros seguimos gritando y corriendo hacia adelante, ahora más que nunca como ratones enjaulados, a menudo más preocupados de ocultar o huir de nuestros errores que de aprender posibles lecciones.

No llevábamos ni dos días confinados en nuestras casas y algunos ya habían sacado rápidamente las últimas conclusiones sobre todo, envueltas en la palabrería inane de los intelectuales ‘à la mode’, que hace tiempo sustituyeron la búsqueda de la verdad por la de la originalidad (o el interés); no en vano, habíamos decidido que la realidad era algo que podíamos construir y deconstruir a nuestro antojo, y hete aquí que nos hemos quedado sin nuestra particular ingeniería social de Exin Castillos. Algunas de esas reacciones apresuradas recuerdan al niño que interrumpe nada más empezar las instrucciones de su maestro, creyendo que ya lo sabe todo el primer día de clase.

A la prisa se ha añadido el ruido constante: el ruido de la propaganda, de las palabras huecas y los discursos vacíos; el ruido de la desinformación, de la sobreinformación o de las cacerolas. Ruido provocado por unos y deseado por otros; un ruido que nos mantenga entretenidos, que desvíe nuestra atención, que nos impida pensar; un ruido del que además es difícil –pero no imposible– escapar porque está ya dentro de nosotros. Las cosas que no se desean oír no se pueden oír; solo se puede oír lo que se desea.

Y a la prisa y el ruido se añade en ocasiones la soberbia que nos impide reconocer nuestras equivocaciones y nos lleva a ocultar nuestra ignorancia. Hay incluso una soberbia intelectual que hace pasar por humildad socrática lo que es pura vanidad. A este respecto, resulta sorprendente el radical cambio de criterio de tantos comunicadores y presuntos expertos (la lista sería abultada), que pasaron sin despeinarse del ‘sologripismo’ de estricta observancia a la alerta máxima en unas pocas horas (o días). Lo sorprendente no es el cambio de criterio (eso parece razonable, a fin de cuentas), sino la resistencia a admitir que estaban equivocados o que fueron engañados. O más simplemente: que fueron incapaces de ver lo que estaba delante de sus ojos. ¿Por qué debemos pensar ahora que no están ciegos, que nos están diciendo la verdad? "Lo peor no es cometer un error –decía don Santiago Ramón y Cajal–, sino tratar de justificarlo, en vez de aprovecharlo como aviso providencial de nuestra ligereza o ignorancia".

Abrumado estos días por el ruido, la prisa y la soberbia –las propias y las ajenas–, busco en la lectura de Christian Bobin la paciencia, el silencio y la humildad necesarias para atisbar algo de lo que está pasando (y aprender de ello): "Un maestro –escribe Bobin– es alguien que comete muchos errores y que, cuando se da cuenta de ello, sonríe". Sonriamos. O intentémoslo.

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