Por
  • Octavio Gómez Milián

A distancia

El estado de alarma ha dejado las carreteras casi desiertas.
El estado de alarma ha dejado las carreteras casi desiertas.
Ricardo Rubio / Europa Press

Escribo esta columna diez días antes de que se publique. Hay silencio en Ateca. Es de noche. No sé cómo estará Zaragoza, si también la calma con disfraz de miedo lo dominará todo. Hoy y dentro de diez días. Si todo va bien a mi padre lo operarán del corazón el próximo miércoles. Sí, la válvula parental ha decidido pedir mantenimiento en mitad de una de las peores crisis de la historia. Cuando ustedes lean esto, ya habrá sucedido. Espero. Hay mil cosas que uno quiere decir a su padre ante una situación así, tantas como años lleva cuidándome y alguna más. Como estas columnas son de longitud limitada buscaré resumirlo: le deseo a mi hijo un padre tan bueno como el que yo tengo. Así que en plena pandemia y después de ella me esforzaré al máximo para conseguirlo y, sobre todo, me gustaría que mi padre estuviera junto a mi hijo para comprobar que estoy cumpliendo mis promesas. Mañana se apagarán las voces en las escuelas, no habrá sonrisas al cruzarnos saliendo de la farmacia, no podremos disfrutar del juego del Casademont, miraremos con miedo los avisos que nos llegan al móvil con las últimas cifras... pero siempre tendremos a nuestra familia al lado. Eso sobrevive a cualquier apocalipisis. Quizá sea un buen momento para entender la vida con menos, con menos de todo excepto humanidad. Algo bueno y algo matemático, ya que me toca cerrar, según un modelo estadístico cuando ustedes lean esto lo realmente crudo ya estará más cerca de terminar. Espero que sea así. Y que en la próxima columna tenga humor para exigir responsabilidades.

Octavio Gómez Milián es profesor y escritor

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