Director de HERALDO DE ARAGÓN

Generación Covid-19

Un trabajador desinfecta un tren este viernes en Budapest.
Un trabajador desinfecta un tren este viernes en Budapest.
SZILARD KOSZTICSAK/EFE

Sorprende nuestra naturaleza flexible producto de la responsabilidad compartida. Repentinamente concienciados y dúctiles ante cambios y medidas de gran calado que hubieran costado años de negociación hemos asumido, por mediación del miedo y del deseo de recuperación del confort perdido, una férrea "disciplina social" (Pedro Sánchez ‘dixit’). El miedo no solo es libre, sino también coadyuvante y, aparte de renunciar al apretón de manos por un golpeo de codos, observamos con impotencia el descalabro de las bolsas o el cierre de la conexión aérea con Estados Unidos y otros muchos países. La gran crisis del coronavirus, a medio y largo plazo más económica que sanitaria, ha cercado a Europa en lo financiero para someterla a un posible descalabro de dimensiones inéditas y nos está introduciendo o, al menos, nos está mostrando anticipadamente la llegada de una nueva era que imaginábamos para décadas futuras.

Tras el cierre de los colegios llega el trabajo en remoto. Con los niños en casa y el horario desbaratado, un ordenador portátil conectado a la red abre la puerta a un nuevo modelo de relaciones laborales. El tiempo entremezclado entre lo profesional y lo personal, algo a lo que nos ha preparado el teléfono móvil, describe un escenario donde ya no será necesario acudir al centro de trabajo mientras se abre la puerta a un nuevo cuadro laboral. Cambiará la forma de trabajar y, por extensión, los lugares donde se desarrolla la jornada, dejando para los robots y las grandes computadoras los espacios comunes, sin miedo a que cojan un resfriado o se vean en la obligación de permanecer en cuarentena. Se modifican los centros de trabajo y también lo harán las exigencias y prioridades económicas públicas y privadas. ¿Tendrá sentido que las grandes cuentas de los presupuestos del Estado y de las comunidades autónomas se diseñen bajo los mismos preceptos empleados en los últimos años? Y puestos a pensar, ¿no es el momento de replantearse los periodos vacacionales? Si con la llegada del invierno el coronavirus, o su sustituto anual, realiza acto de presencia y obliga al cierre de colegios y universidades dando al traste con el calendario de niños y padres, ¿qué sentido tiene el tradicional mes de vacaciones en agosto? ¿No sería mejor desestacionalizar el descanso y repartirlo a lo largo del año? Estos debates, que incluso han llegado hasta el todopoderoso mundo del fútbol (veremos cómo terminan las competiciones), describen una acelerada aceptación de un sinfín de cambios y consecuencias sobre las que no habíamos reparado y que nos llegan impuestos por la preocupada decisión de los gobiernos.

Contradecir o protestar las decisiones tiene sus riesgos y, desde luego, hay que sentirse muy autorizado o bien pertrechado científicamente para discutir las medidas, pero a la gestión nacional de esta crisis parece faltarle cierta capacidad de anticipación. Se puede alcanzar a comprender que a ningún gobierno le apetezca reconocer abiertamente que la mortalidad de la enfermedad se concentra en los más mayores –principal grupo de riesgo– o que el auténtico problema reside en el riesgo de saturación y bloqueo de los servicios sanitarios, algo que quebraría toda capacidad de respuesta, pero está escaseando la didáctica imprescindible para que la población entienda dónde se encuentra el problema de la pandemia.

Tiempo habrá –lo prioritario es ahora superar en plena colaboración la crisis sanitaria– de escudriñar las decisiones adoptadas y valorar cómo hemos llegado a convertirnos en unos pocos días en un país al ralentí, sin que, al parecer, nadie reparase en lo que la televisión mostraba sobre Italia. Las consecuencias de esta pandemia, de naturaleza distópica y difícilmente aprehensible, nos obligan a fijar comparaciones con las consecuencias que generaron el 11-S o el descalabro de Lehman Brothers. No solo hemos alterado la economía o paralizado los colegios, también hemos adquirido conciencia de la auténtica dimensión de nuestra fragilidad como país y como continente. Europa, inmersa en una perdida batalla por el liderazgo económico y productivo, se ha descubierto cercada por la ausencia de decisiones contundentes (las medidas de ayuda del Ejecutivo no son tan agresivas como las adoptadas en Italia, y las anunciadas por la presidenta del Banco Central Europeo, Christine Lagarde, no han servido para dibujar un horizonte de esperanza).

La crisis del coronavirus será larga e incierta y, aparte de alumbrar cambios significativos en los modelos y usos productivos, lastrará nuestras actuales referencias sociales. Esperemos que sepamos reinventarnos con solvencia, inteligencia y velocidad.

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