Por
  • Javier Sebastián

Pequeño

Opinión
'Pequeño'
Pixabay

Que la vida iba en serio", escribió Gil de Biedma, "uno lo empieza a comprender más tarde", igual que, aunque sospecháramos que el mundo era muy pequeño, al final es algo que descubrimos de repente un día, cuando ya no podemos evitarlo. Sin embargo, ni cumplir años, ni que el planeta se haya reducido tienen remedio. Fue hace un par de meses. La aparición del coronavirus acababa de convertir el mundo en apenas una corrala. No es la primera vez que ocurre. Cuando en 1986 explotó la central nuclear de Chernóbil, los renos de Laponia empezaron a morir sin motivo aparente, lo que hizo que la Agencia Internacional para la Energía Atómica se dirigiera a las autoridades escandinavas para preguntarles si tenían fugas en sus centrales. Luego la nube radiactiva dio la vuelta al planeta tres veces y media. ¿Qué son unos cuantos miles de kilómetros para una partícula radiactiva? Nada ¿Y para un virus? Lo mismo, nada.

Ciertas amenazas convierten al mundo en un lugar tan estrecho que parece que haya que pasar por él de lado. Produce claustrofobia. Y entonces a uno le da por buscar un poco de aire y piensa en retirarse al Pirineo o a la sierra de Albarracín, o al mar de todos los veranos y todos los inviernos, para volver a pensar que el mundo es inmenso e inabarcable. Porque, por paradójico que parezca, cuanto más pequeños somos, más seguros nos sentimos. En cambio, cuanto más mengua el mundo, más amenazas nos acosan. Más vulnerables somos.

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